Nº
PROT. 251
+ B A R T O L O M É
Por la
misericordia de Dios
Arzobispo de
Constantinopla-Nueva Roma y Patriarca Ecuménico
Al pléroma de la
Iglesia:
Que la Gracia, la
Paz y la Misericordia de Cristo resucitado en Gloria esté con todos vosotros
Honorabilísimos
hermanos Jerarcas, queridos hijos:
Por
la misericordia y la fuerza de Dios, hemos transitado mediante la oración y el
ayuno por el océano de la Santa y Gran Cuaresma, llegando finamente a la
espléndida fiesta de la Pascua, y alabamos al Señor de la Gloria, que descendió
a las profundidades del Hades y “alcanzó para todos la entrada al Paraíso”
mediante su resurrección de entre los muertos.
La
Resurrección no es el recuerdo de un hecho del pasado, sino el “buen cambio” de
nuestra existencia, “otro nacimiento, una vida alternativa, un tipo diferente
de vida, la transformación de nuestra misma esencia”. Y en el Cristo resucitado
la creación entera es renovada junto con la humanidad. Cuando cantamos en la
III Oda del Canon Pascual que “Ahora todo está lleno de luz: el cielo, la
tierra y todas las cosas de debajo de la tierra; por tanto, que toda la
creación celebre la resurrección de Cristo, en la cual todo ha sido
establecido”, proclamamos que el universo está fundado sobre una luz
inextinguible y lleno de ella. Las expresiones “antes de Cristo” y “después de
Cristo” son verdaderas, no solo para la historia del género humano, sino para
toda la creación.
La
resurrección del Señor de entre los muertos constituye el núcleo del Evangelio,
el punto fijo de referencia de todos los libros del Nuevo Testamento y de la
vida litúrgica y devocional de los cristianos ortodoxos. De hecho, las palabras
“¡Cristo ha resucitado!” resumen la teología de la Iglesia. La experiencia de la
abolición del dominio de la muerte es fuente de gozo inefable, “libre de las
ataduras de este mundo”. “Todas las cosas se llenan de gozo al gustar la
resurrección”. La resurrección es una explosión “de gran gozo” que impregna
toda la vida, carácter y ministerio pastoral de la Iglesia como anticipo de la
plenitud de la vida, el conocimiento y la experiencia del reino eterno del
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La fe ortodoxa y el pesimismo son fenómenos
opuestos.
La
Pascua es para nosotros una fiesta de libertad y victoria sobre las fuerzas que
nos enajenan; es la “eclesialización” de nuestra existencia, una invitación a
colaborar para la transfiguración del mundo. La historia de la Iglesia se
convierte en “una gran Pascua”, un camino que conduce a “la gloriosa libertad
de los hijos de Dios” (Rom 8,21). La experiencia de la resurrección revela el
centro y la dimensión escatológica de la libertad en Cristo. Las referencias
bíblicas a la resurrección del Salvador demuestran el poder de nuestra libertad
como creyentes; solo en esa libertad se manifiesta “el gran milagro”, que sigue
siendo inaccesible a cualquier tipo de opresión. “El misterio de la salvación
pertenece a los que lo desean libremente, no a los que son tiranizados contra
su propia voluntad”. Aceptar el don divino como una “transición” del creyente
hacia Cristo es la respuesta existencial voluntaria a la “transición” amorosa y
salvadora del Señor Resucitado hacia la humanidad. Pues “sin mí no podéis hacer
nada” (Jn 15,5).
El
misterio de la resurrección del Señor sigue destruyendo hasta nuestros días las
certezas positivistas de quienes niegan a Dios como “el que anula la voluntad
humana”, así como a los que abogan por “la falacia de la autorrealización sin
Dios” y a los admiradores del “dios-hombre” contemporáneo. El futuro no
pertenece a los que se encuentran esclavizados por una existencia terrenal
autosuficiente, sofocante y estrecha de miras. No hay verdadera libertad sin
resurrección, sin la perspectiva de la eternidad.
Para
la Gran Iglesia de Cristo, una fuente de ese gozo de la resurrección también se
encuentra este año en la celebración común de la Pascua por todo el mundo
cristiano, junto con la conmemoración del 1700º aniversario del I Concilio de
Nicea, que condenó la herejía de Arrio, quien “denigraba dentro de la Trinidad
al Hijo unigénito y Verbo de Dios”; en dicho Concilio se estableció asimismo el
modo de calcular la fecha de la fiesta de la resurrección de nuestro Salvador.
El
Concilio de Nicea inaugura una nueva era en la historia conciliar de la
Iglesia, la transición del nivel sinodal local al ecuménico. Como sabemos, el I
Concilio Ecuménico introdujo el término no bíblico de “homoúsios”
(“consustancial”) en el Símbolo de la Fe, aunque con una connotación
soteriológica muy clara que sigue siendo la característica esencial de las
doctrinas eclesiales. En este sentido, las celebraciones de este gran
aniversario no son un regreso al pasado, ya que el “espíritu de Nicea”
permanece inalterado en la vida de la Iglesia, cuya unidad se asocia a la recta
comprensión y desarrollo de su identidad conciliar. La discusión sobre el I
Concilio Ecuménico de Nicea nos recuerda los arquetipos cristianos comunes y el
significado que subyace a la lucha contra la perversión de nuestra fe
inmaculada, animándonos a volvernos hacia la profundidad y la esencia de la
tradición de la Iglesia. La celebración conjunta este año del “santísimo día de
la Pascua” subraya la oportunidad del asunto cuya solución no solo expresa el
respeto del cristianismo a los decretos del Concilio de Nicea, sino también la
conciencia de que “no debería haber diferencia en asuntos tan sagrados”.
Con
estos sentimientos, llenos de la luz y del gozo de la Resurrección, mientras
proclamamos con júbilo “¡Cristo ha resucitado!”, honremos el escogido y y santo
día de la Pascua con una confesión de todo corazón de nuestra fe en el
Redentor, que pisoteó la muerte por su muerte y les concedió la vida a todos
los pueblos y a toda la creación, a través de nuestra fidelidad a las sagradas
tradiciones de la Gran Iglesia y mediante un amor sincero hacia nuestro prójimo
para la glorificación por parte de todos nosotros del celestial nombre del
Señor.
En
el Fanar, Santa Pascua del
año 2025
+ Bartolomé de Constantinopla
Fervoroso suplicante
por todos vosotros
ante el Señor
Resucitado