El 23 de agosto pasado, gracias a la fraternidad ecuménica de Mons. Carmel Zammit, Obispo de la Diócesis Católica de Gibraltar, tuve la gozo de celebrar la Divina Liturgia para la pequeña comunidad ortodoxa de esa ciudad con ocasión de la clausura de la Fiesta de la Dormición de la Madre de Dios. Previamente, estuve presente en la Eucaristía celebrada en la catedral católica de Santa María Coronada.
A pesar de las muestras de respeto mutuo no pudo dejar de dolernos la separación de nuestras Iglesias. Era norma en la antigüedad el definir la verdadera fe como "ortodoxa" y la Iglesia como "católica". El término "ortodoxo" era empleado por todas las Iglesias antiguas para expresar su unión de fe con la Iglesia de los tiempos apostólicos. Las diferencias comenzaron cuando se quiso explicitar lo que esta unión de fe significaba para cada Comunidad.
Si admitimos que Dios ha creado al hombre para divinizarlo, para conducirlo a los esponsales divinos, debemos admitir también una concepción dinámica de la Iglesia. No podemos, simultáneamente, afirmar que Dios existe y, a continuación, cerrarnos a los demás. Aunque exista una división entre los cristianos, en lo profundo de nuestro ser seguimos siendo uno. Cuando en las Comunidades no ortodoxas se celebra una Liturgia Eucarística que nutre a sus santos están dando testimonio de un grado de eclesialidad que debe admitirse como legítima en una teología activa de la Iglesia. La existencia de un santo es suficiente para contestar radicalmente nuestra división en el sentido de que esta santa persona, en cierta manera, ha superado el pecado de división de los cristianos a lo largo de la tormentosa historia de la Iglesia.
Me parece que san Serafín de Sarov o san Francisco de Asís, así como otros grandes siervos de Dios han realizado en sus vidas la idea de la unión de las Iglesias. Estos santos son ya ciudadanos de la Iglesia universal y única y que han, por así decirlo, sobrepasado las divisiones confesionales en su estado superior. En las alturas, con su santidad, han derribado las murallas de las que el metropolita Platón de Kiev decía: "Las murallas de nuestras divisiones no llegan al cielo".
Dios está más allá de lo que podamos pensar o decir. Como hemos sido creados a imagen de Dios, el amor humano y la experiencia que haga el hombre de su libertad para el bien o para el mal, en las ciencias o la técnica, en el arte o la vida diaria, todo esto son "misterios", es decir, realidades sin fondo. De la misma manera, la Iglesia está lejos de reducirse a una mera institución, una realidad del mundo espacio-temporal, un fenómeno sociológico y jurídico; la Santa Iglesia es un "misterio divino-humano" que se sitúa más allá de lo que vemos, decimos o comprendemos. Sólo Dios conoce los límites efectivos de su Iglesia. Debemos rechazar la confusión entre lo que podemos percibir o concebir humanamente y la realidad efectiva de la Iglesia. De la unidad, de la santidad, de la catolicidad y la apostolicidad hay, ciertamente, diversos grados fuera de los límites visibles de nuestras Iglesias. Debemos admitir con alegría y acción de gracias que por y en el Espíritu Santo, la redención de Cristo resucitado espera a todos los hombres y mujeres ¿Cómo podemos pensar que el Espíritu Santo, extendido ampliamente en Pentecostés, no actúa de manera deificante sobre aquéllos que guardan inquebrantable fidelidad a su fe? No debemos pensar en la Iglesia como institución sino como la Esposa virginal del Resucitado conforme a la teología matrimonial de san Pablo (Ef. 5, 29-33), bien entendido que Esposo y Esposa son un mismo cuerpo y que allí donde está Cristo también está su Iglesia.
El ecumenismo, que no pretende hacer una Iglesia más grande y poderosa porque nada es de ella sino de su divino Señor, supone la conversión, el arrepentimiento y la humildad. Es lo contrario al proselitismo: no se trata de convertir a otros, sino a uno mismo. No se trata de vivir y pensar contra el "otro", sino de vivir y pensar hacia "él". En cualquiera de las Confesiones a las que pertenezcamos debemos pasar, onerosa pero saludablemente, por el crisol purificador de una "metanoia", de un arrepentimiento.
Los cristianos orientales han padecido a lo largo de los años una serie de sufrimientos que no han afectado a Occidente. También han vivido en una gran pobreza, lo que ha suscitado entre ellos unos Santos que han brillado con una luz inimaginable. La confianza de los ortodoxos en la gloria de su Iglesia es una necesidad saludable para el resto de la Cristiandad. Cuando los orientales abandonen su recelo contra Occidente descubrirán su propio genio y su fuerza espiritual así como su aportación a la civilización mundial. En ese momento, el diálogo con Roma deberá ser en igualdad, sereno, lejos de toda polémica y libre de autodefensas. Quizás entonces los ortodoxos otorguen al Obispo de Roma las prerrogativas necesarias para ayudar a "la prosperidad de las santas Iglesias de Dios" en todo lo que sea necesario. Lo único que piden los cristianos orientales es estar enteramente presentes, tomando parte en todo lo que concierne a la acción y al testimonio común.
Gracias a la bondad de nuestro Dios, proclamamos el mismo Evangelio; celebramos los sacramentos; en la diversidad de nuestras Liturgias nos dirigimos al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo; recibimos los siete Concilios ecuménicos; veneramos a la Santísima Virgen María y gran número de santos comunes. Todo ello son señales que nos llaman a la comunión "sin absorción ni fusión, sino un reencuentro en la verdad y el amor".
En ese diálogo Dios nos hará descubrir sus "maravillas. Él, que hizo de nosotros una sola Iglesia durante mil años, será capaz de hacernos considerar mutuamente a nuestras Iglesias, bajo la inspiración del Espíritu Santo, como: "Iglesias hermanas, responsables juntas de conservar a la Iglesia de Dios en su fidelidad a la voluntad divina".
Archimandrita Demetrio