El problema del extranjero es tan viejo como la historia del hombre. Es inútil que cerremos los ojos. La realidad está ahí, crudamente establecida en la actualidad cotidiana. Nuestro cerebro está lleno de imágenes de lo que ocurre alrededor del mundo. Nuestra existencia cotidiana se encuentra con mil y un problemas que los medios nos presentan causados por refugiados, por el flujo de inmigrantes, por el encuentro con expatriados y las dificultades que acarrean. Esta locura del rechazo al “otro” simplemente porque es extranjero, hunde sus raíces, con independencia de cualquier análisis sociológico, en el corazón del hombre.
El problema del extranjero se hace cada día más presente y crucial. Cuestiones, dificultades, dramas surgen en cada momento sobre este asunto. Inmigrantes permanentes aquí huyendo de situaciones cada vez más difíciles. Refugiados incesantes allá, empujados a buscar una manera digna de vivir. Todo un mundo de excluidos se levanta ante nuestros ojos con un reto para nuestros gobiernos y nuestra sociedad, en la que, aunque no se diga, está latente una especie de “racismo popular” que puede dar lugar a un “racismo de principios”. Racismo que se inscribe en las cabezas y en los corazones, suscitando burlas y envidias, cuando no desprecios y enfrentamientos.
La Biblia, experta en humanismo, nos proporciona múltiples ejemplos del hombre que tiene que abandonar su casa, su familia, su patria y marchar lejos, confiando en Dios y esperando una buena acogida. También la Sagrada Escritura nos ilumina al respecto, y si esta iluminación, si esta enseñanza, es poco conocida y malamente aplicada en nuestros días tenemos la explicación de por qué Abraham, Moisés, veinte siglos después de Cristo, sigue siendo un asunto mal abordado y trágicamente vivido.
Dos lecciones podemos sacar de la Escritura. La primera, que hay que saber acoger al extranjero sin molestarle, sin malmeterle, sin oprimirle, todo lo contrario, compartiendo con él, respetando sus derechos, sin causarle mal. La segunda lección es mantenerse realista. Amar no es soñar. El otro sigue siendo el otro, y la Escritura no duda en aconsejar prudencia.
Podemos comenzar en cambiar nuestra mentalidad, pero sin creer que ya estamos dispuestos; es una obra a largo plazo. Incluso para el cristiano que cree en la primacía de la caridad, las cosas no son tan sencillas. Podemos comenzar por promover la acogida, en lugar del rechazo; el compartir, en lugar del egoísmo; la comprensión, en lugar del desprecio; el amor, en lugar del odio. Quizás lleguemos a actuar con largueza, con espíritu de apertura, tolerancia y generosidad y también a respetar su identidad, sin que pierdan su fe ni sus valores y riquezas interiores. Esto es librar el buen combate, no solamente de la fe, sino también de la caridad. Podemos compartir las diferencias, enriquecernos con lo complementario, asombrarnos con la diversidad, porque en todo hombre hay un tesoro escondido.
Tomemos el ejemplo de Cristo: alaba al centurión romano, cura a la sirofenicia, acoge a la cananea, conversa con la samaritana, felicita al leproso extranjero, el único que volvió a darle las gracias. El mismo Señor terminará por identificarse en la persona del otro, del diferente, del separado, del sospechoso, del excluido diciendo la frase sublime: “fui extranjero, y me acogisteis”.
Siempre habrá hombres y mujeres, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, unos que viven aquí y otros que viven allá. Pero para que el otro sea un hermano no es suficiente con vivir juntos: hace falta que unos y otros se vean como hijos del mismo Dios.
Así, el ideal cristiano no es negar la alteridad, ni las diferencias, ni siquiera nuestro antagonismo, sino reconocerlos para aceptarlos mejor, para superarlos y vivirlos con caridad, con benevolencia, con humildad, con dulzura, con paciencia. Bajo estas perspectivas podremos entrever algo del Reino de los Cielos, en el que los elegidos no serán fotocopias unos de otros, al contrario, incluso con sus blancas túnicas, todas las razas, pueblos, lenguas y naciones se reunirán en alabanza única ante el trono de Dios y “el Cordero, que está en medio del Trono, será su pastor y los conducirá a manantiales de agua viva” (Ap. 7, 17).