INTERVENCIÓN DE SU EMINENCIA RVDMA.
EL METROPOLITA POLICARPO,
ARZOBISPO ORTODOXO DE ESPAÑA Y PORTUGAL,
EN LA III CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE RELIGIONES
DE LA FUNDACIÓN EVSEN
(Madrid, 5 de noviembre de 2018)
Mi breve intervención toca en líneas generales los tres principales temas de esta III Conferencia Internacional sobre Religiones promovida en la capital ibérica por la Fundación Evsen, a la cual dirijo, y en modo especial a su Ilustrísimo Presidente, el Dr. Alí Evsen, nuestro más profundo y sincero agradecimiento.
En las modernas sociedades occidentales, los sistemas democráticos de gobierno enfatizan la separación entre la Religión y el Estado. La no injerencia en los asuntos de una y otra instancia se materializa bien por parte del Estado en la aconfesionalidad, como es el caso de la Constitución Española. El Estado no opta por una u otra confesión religiosa, pero se compromete a respetar y colaborar con cualquier Confesión en lo que resulte beneficioso para ambos.
Pese a todas aquellas predicciones que auguraban la desaparición de la Religión antes de que acabara el siglo XX, la verdad es que el hecho religioso sigue vivo y creciendo. Esta dimensión del ser humano, al que honra y enaltece, recibe, sin embargo, indiferencia -cuando no el maltrato- desde muchos ángulos. Hay que estar ciego o ser un fanático laicista para no ver en la Religión, en cualquier Religión, los fundamentos éticos de la conducta humana, las claves de la cultura o el instrumento de la convivencia entre los hombres. La sociedad civil debería asumir esta realidad antes que tener que aceptarla a regañadientes. Por otro lado, la verdadera Religión no divide, sino que une.
Los acontecimientos políticos, económicos y bélicos de finales del siglo pasado y del actual han movilizado a grandes masas de población que se han desplazado en una legítima búsqueda de paz, seguridad y un mejor futuro. En España este fenómeno receptivo de gente de otra cultura o confesión religiosa es novedoso y causa preocupación. Nuestra capacidad de integración social es débil y, pese a las declaraciones institucionales, no hay una verdadera voluntad política por parte de la Administración para dar respuesta eficaz a gente de otras culturas y creencias, procurando que la inmigración sea un enriquecimiento y no un problema. La inmigración es también portadora de valores justos y buenos, nobles y elevados, y el Estado debería reconocer esos valores. Reconocer también el derecho de las minorías a conservar esos valores expresados en sus tradiciones religiosas y sociales y a garantizar la defensa de su identidad colectiva.
Ahora, bien, una cosa es respetar, garantizar y promover los legítimos valores de una minoría, y otra que esos valores se eleven al rango de obligatoriedad para la sociedad civil y las otras minorías. Entre estos valores está la práctica religiosa, que nos lleva al dilema de si la Religión debe limitarse a lo privado y personal o tiene derecho a manifestarse en el espacio público.
En nuestros días no son pocos los agentes que consideran a la Religión como algo anacrónico, que coarta la libertad del hombre y que es causa de guerras y conflictos. El rechazo de lo religioso fomenta la rivalidad entre fe y cultura, religión y progreso, Iglesia y Estado, cuando lo que se debería hacer es buscar la colaboración entre estos “antagonismos” o, como se decía en el mundo bizantino, buscar la “sinfonía”, el común acuerdo. El campo de acción es el mismo: el hombre, que por el Estado se llama ciudadano y por la Religión feligrés.
Como garante de la libertad, los derechos humanos y la justicia, el Estado tiene la obligación de reconocer y proteger la expresión religiosa de cada minoría, porque también estas aportan su contribución para el buen funcionamiento de una sociedad democrática. Pero de la misma manera que no se debe permitir un laicismo excluyente, tampoco la Religión debe imponer un confesionalismo fundamentalista. La pluralidad religiosa implica reconocer también la laicidad, y no el laicismo, como un valor positivo. Por eso la colaboración y la convivencia entre el Estado y las Confesiones no solo es deseable, sino también posible y necesaria. En este diálogo entre ambas instituciones, ni el Estado puede tratar a las diferentes Confesiones Religiosas como si la razón de ser de estas -es decir, Dios- fuera algo molesto, ni las Confesiones se deben conformar con las migajas que caigan de la mesa de la Administración estatal. Por otro lado, al menos por el momento, no existe, por lo que se refiere a nuestro país, la voluntad política gubernativa de pactar nuevos Acuerdos de Cooperación-Convenios y aplicar el 0,7% a las Confesiones que ya tienen Acuerdos de Cooperación-Convenio con el Estado.
Recapitulando, la obligación cierta del Estado es garantizar la práctica religiosa. El Estado no está obligado a oficializar ninguna expresión religiosa que no corresponda, al menos, al sentir general de la población. El Estado debe colaborar con todas las Confesiones y no favorecer a ninguna, admitiendo el carácter público de la Religión, y la Religión el carácter laico, no laicista, de la sociedad civil.
Muchísimas gracias.