“Entonces Jesús fue de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara” (Mt. 3,13). Lo primero que llama la atención en esta frase es la actitud de Jesús, que se mezcla con los pecadores para recibir el bautismo de penitencia. El mismo Bautista no oculta su asombro al decirle: “Yo debo ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?”. Nadie es Santo excepto el Señor, y cada cual debe ser justificado como pecador a través de Dios. Todos somos eslabones de la misma cadena, ramas del mismo tronco, ondas del mismo río extraviado. Uno solo se exceptúa: Él, el hijo amado de Dios. El único puro se sumerge en el río del pecado para sacar al pecador de esas aguas.
Cuando Jesús sale de las aguas, se abren los cielos para oír la voz del Padre y ver descender el Espíritu Santo. Para intentar decir que Dios se comunica con la tierra, los evangelistas emplean la imagen: “los cielos se abren”. Esta frase nos remite a aquellas súplicas que subían hasta un cielo demasiado cerrado: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases” (Is. 64,1). En el bautismo de Jesús, Dios pone fin a un largo silencio, la voz del Padre proclama algo asombroso. Pero también es preciso que intervenga el Espíritu de las grandes creaciones y de las grandes consagraciones, aquel que se cernía sobre las aguas del Génesis, el que había dado carne al Verbo en María, el que iba a arrebatarlo para hacer de él el Mesías tan esperado.
Jesús vio “al espíritu de Dios venir sobre él”, recibió la solemne investidura mesiánica. Jesús de Nazaret es ciertamente la respuesta a las esperanzas de Israel; toda la historia se ha encaminado lentamente hacia ese instante en que el Espíritu arrebata a Jesús para lanzarle a su misión de Cristo. Pero desde el cielo viene algo más: la afirmación de que ese Mesías es nada menos que ¡el Hijo amado de Dios! Por culpa del pecado había desaparecido la relación filial con Dios. Con Cristo, que asume los pecados del mundo para cancelarlos, vuelven los hombres a ser hijos de Dios. A través del Hijo, vuelven a ser hijos; a través del Amado, vuelven a ser amados.
Fijémonos en que la voz del Padre no dice: “Tú eres mi Hijo amado”, sino: “Este es mi Hijo amado”; es decir, sus palabras se dirigen a los hombres como solemne testimonio de su envío de Cristo entre nosotros. La complacencia de Dios se posa sobre Cristo y, por tanto, sobre todos los que le pertenecen y están en Él. La voz que aquí se oye no se extinguirá jamás. La luz que irradia ilumina a todo el mundo. La justicia ofendida y quebrantada por los hombres acaba de ser restaurada por Dios a través de su Ungido, a través del Justo que ha asumido la injusticia sobre sí para que los injustos puedan ser justos otra vez.
En la antigua tradición griega se llama a la Epifanía “La fiesta de la Luz”, y nuestro bautismo es el misterio de la “Santa Iluminación”. Si en Navidad la luz era la de una estrella en la noche oscura, hoy es la del Sol Naciente que irá creciendo hasta Pascua.
En nuestro bautismo, también nosotros recibimos el Espíritu Santo, nos hacemos amados por Dios y, por la inmersión, pasamos simbólicamente de la muerte a la vida. Nuestro bautismo no puede ser renovado, pero la gracia bautismal puede permanecer, revivir o crecer en nosotros; de tal manera, Cristo no se nos puede manifestar si no escuchamos en nuestro interior la voz del Padre que nos sigue diciendo que Jesús es su Hijo amado, que nos sigue diciendo a nosotros que somos sus amados hijos tal como somos y aun antes de que cambiemos, si no vemos con nuestros ojos espirituales al Espíritu Santo sobre la cabeza de Jesús sabiéndonos también ungidos como Él para servir y continuar su obra liberadora.
Archimandrita Demetrio Sáez