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miércoles, 26 de abril de 2017

Alocución de S.S. Bartolomé I en el CMI


Reverendo Olav Fykse Tveit, Secretario General del Consejo Mundial de Iglesias, Sus Eminencias, Sus Excelencias, Honorables representantes de las instituciones internacionales, Señoras y Señores,

“¡Qué bueno es, y qué agradable, que los hermanos convivan en armonía!” (Sal 133:1). Precisamente con el mismo sentimiento especial que manifiesta el Salmista, visito una vez más la sede del Consejo Mundial de Iglesias. Cada una de mis visitas a este lugar desde mi elección para ocupar el trono ecuménico hace veinticinco años, pero también con anterioridad, ha sido especial, y conservo esos recuerdos. Para mí personalmente, así como para nuestra iglesia en su conjunto, el Consejo Mundial de Iglesias es un lugar familiar, no extraño. De hecho, hace casi un siglo, el Patriarcado Ecuménico abogó por su creación a “todas las iglesias de Cristo en todas partes”, y se convirtió en uno de sus miembros fundadores en 1948. Desde entonces, nuestra iglesia ha participado activamente en el Consejo y en su Comisión de Fe y Constitución. Desde 1955, el Patriarcado Ecuménico ha mantenido una delegación permanente como muestra de la cooperación constante con el Consejo Mundial de Iglesias y el movimiento ecuménico. Los representantes permanentes del Patriarcado Ecuménico han sido el obispo Iakovos de Melita (Malta) (que luego sería arzobispo de América del Norte y del Sur) y el metropolitano Emilianos Timiadis, así como el gran protopresbítero del trono ecuménico Georges Tsetsis, el archimandrita Benediktos Ioannou, el arconte Sr. George Lemopoulos, antiguo secretario general adjunto del CMI, y, en la actualidad, el arzobispo Job de Telmessos.

Desde un punto de vista más personal, desde mi niñez he aprendido –especialmente de mi predecesor, el patriarca ecuménico Atenágoras, bendito sea su recuerdo– la importancia de reunirse con otros cristianos. Como solía decir: “Vengan, mirémonos a los ojos y veamos entonces lo que tenemos que decirnos”. Él es el que me ha abierto los ojos a nuestra familia ecuménica más amplia. Inspirado por él, elegí realizar estudios de posgrado en el Instituto Ecuménico de Bossey, que celebró su 70º aniversario el año pasado, y donde he obtenido una experiencia excepcional que ha resultado muy útil en mi ministerio. En 1975, fui vicemoderador de la Comisión de Fe y Constitución cuando preparaba el bien conocido documento de convergencia sobre “Bautismo, Eucaristía, Ministerio”, que sigue siendo un referente en nuestros días. Unos meses antes de mi elección al trono ecuménico en 1991, me convertí en miembro de los Comités Central y Ejecutivo del CMI en la VII Asamblea, que tuvo lugar en Canberra bajo el tema “Ven, Espíritu Santo, renueva toda la creación”.

1. Cuando su Comité Central se reunía el pasado mes de junio en Trondheim, la Iglesia Ortodoxa estaba reunida en la maravillosa isla de Creta con motivo de su Santo y Gran Concilio. Los preparativos del concilio tomaron más de medio siglo con la participación de todas las iglesias ortodoxas, sin excepción, y que, con la bendición de Dios, convocamos de acuerdo con la decisión unánime de todos los primados de las iglesias ortodoxas locales adoptada en la sinaxis de enero de 2016 que se celebró aquí, en Chambésy. La convocatoria del Santo y Gran Concilio de la Iglesia Ortodoxa era necesaria por varias razones.

En primer lugar, porque para nosotros, como ortodoxos, la sinodalidad constituye una expresión y manifestación del misterio de la propia iglesia. “Reunirse en un lugar” es una característica de la naturaleza de la iglesia. Solo circunstancias históricas insuperables pueden justificar la inactividad de la institución sinodal en cualquier escala, sobre todo la escala mundial. La Iglesia Ortodoxa encontró frecuentemente esas circunstancias en los últimos años y, por ello, retrasó la convocatoria de un concilio panortodoxo durante mucho tiempo. En este sentido, la celebración del Santo y Gran Concilio fue un éxito por sí misma.

En segundo lugar, la necesidad de resolver cuestiones internas de la Iglesia Ortodoxa también exigía su convocatoria. Estas cuestiones surgieron principalmente como resultado del sistema de estructura canónica dentro de nuestra iglesia, que incluye muchas iglesias autocéfalas locales, cada una de las cuales regula libremente sus propios asuntos mediante sus propias decisiones. Esto dificulta en ocasiones el testimonio de la iglesia al mundo contemporáneo “con una boca y un corazón”, creando confusión y conflictos que empañan la imagen de su unidad. El sistema de la autocefalía tiene sus orígenes en la iglesia primitiva, bajo la forma de los cinco antiguos patriarcados –concretamente, los de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén– conocidos como la Pentarquía, cuya armonía comprendía la manifestación suprema de la unidad de la iglesia que se expresaba en los concilios. Aunque esta estructura es, a nuestros ojos, correcta desde el punto de vista canónico y eclesiológico, sigue existiendo el peligro de que se convierta en una especie de “federación de iglesias”, como se ve a menudo desde fuera. En ese caso, cada una de las iglesias promueve sus propios intereses y ambiciones –que no siempre son de naturaleza estrictamente eclesiástica– y esto hace necesaria la aplicación de la sinodalidad. La atrofia de la institución sinodal a nivel panortodoxo contribuye a que surja un sentimiento de autosuficiencia dentro de las iglesias individuales, lo que las lleva a su vez a tendencias introspectivas y egocéntricas. Por este motivo, si el sistema sinodal es, por lo general, imperativo en la vida de la iglesia, el sistema de la autocefalía lo hace aún más obligatorio para la protección y expresión de su unidad.

La tercera razón por la que se necesitaba convocar el Santo y Gran Concilio tiene que ver con los nuevos desafíos que han aparecido en los últimos años, que exigían la articulación de una dirección y posición común entre las iglesias ortodoxas individuales. Por ejemplo, el fenómeno de la emigración de las regiones ortodoxas a los países occidentales ha llevado al establecimiento de la llamada “diáspora” ortodoxa, que requiere una atención pastoral especial. Esto dio lugar a la situación bien conocida, y no estrictamente canónica, de que exista más de un obispo en la misma ciudad o región, lo que supone un escándalo para muchas personas dentro y fuera de la Iglesia Ortodoxa. Esta cuestión no se podía haber resuelto sin una decisión conciliar panortodoxa.

Por último, la participación ortodoxa en los esfuerzos encaminados a la reconciliación de la unidad entre los cristianos a través del llamado “movimiento ecuménico”, que hasta ahora se basaba en las decisiones alcanzadas por las iglesias autocéfalas individuales o en conferencias panortodoxas, debía ser ratificada de manera conciliar, que era la auténtica manera de formular una posición uniforme de la Iglesia Ortodoxa.

Nosotros los ortodoxos creemos firmemente que el objetivo y la razón de ser del movimiento ecuménico y del Consejo Mundial de Iglesias es hacer realidad la oración final del Señor de “que todos sean uno” (Jn 17:21), que está bordada en el bello tapiz que decora la pared de esta sala. Por este motivo, el Santo y Gran Concilio hizo hincapié en que “la participación ortodoxa en el movimiento para el restablecimiento de la unidad con los otros cristianos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica no va en absoluto contra la naturaleza y la historia de la Iglesia Ortodoxa, sino que constituye la expresión consecuente de la fe y tradición apostólica en unas circunstancias históricas nuevas”(Relaciones, 4). El Santo y Gran Concilio también ha reconocido que “uno de los principales órganos de la historia del movimiento ecuménico es el Consejo Mundial de Iglesias” (Relaciones, 16). Entre las diferentes actividades del CMI, el Santo y Gran Concilio afirmó que “la Iglesia Ortodoxa desea apoyar la labor de la Comisión de Fe y Constitución y sigue con vivo interés la aportación teológica que esta ha realizado hasta nuestros días. Valora positivamente los textos teológicos de la Comisión, que contaron con la apreciable contribución de teólogos ortodoxos y representan una etapa loable en el movimiento ecuménico hacia el acercamiento de los cristianos”(Relaciones, 21). Consideramos que esta evaluación conciliar de la contribución del CMI a la búsqueda de la unidad cristiana es muy positiva y que debería inspirar al CMI para que prosiga sus trabajos cuando se acerca a sus setenta años de existencia.

Además, la Iglesia Ortodoxa ha reiterado a través de la voz sinodal de su Santo y Gran Concilio que “siempre ha concedido una gran importancia al diálogo, sobre todo con los cristianos no ortodoxos”(Encíclica, 20), y por esta razón, “considera condenable todo intento de romper la unidad de la Iglesia por parte de personas o grupos bajo el pretexto de una presunta defensa de la pureza de la ortodoxia” (Relaciones, 22).

2. El espíritu de diálogo que cultiva la Iglesia Ortodoxa no se limita al movimiento ecuménico, sino que es necesario en la sociedad y la ciencia contemporáneas. Tal y como destacó el Santo y Gran Concilio en su Encíclica, “el desarrollo actual de las ciencias y de la tecnología está cambiando nuestra vida de manera radical. [...] Los riesgos son la manipulación de la libertad humana, la instrumentalización del ser humano, la pérdida gradual de preciosas tradiciones, y la degradación, o incluso la destrucción, del medio ambiente” (Encíclica, 11).

El Patriarcado Ecuménico ha sido pionero a la hora de entablar un diálogo con la ciencia moderna en lo que respecta a los problemas medioambientales. En 1989, mi predecesor el patriarca ecuménico Dimitrios envió la primera encíclica sobre este asunto, estableciendo el 1 de septiembre como el día de oración por la protección del medio ambiente. Nos alegramos de que el CMI haya seguido nuestros pasos, no solo aplicando este día de oración cada año, sino también tomando en serio el compromiso de las iglesias para solucionar la crisis medioambiental. El Santo y Gran Concilio nos recordó a los ortodoxos que “las raíces de la crisis ecológica son espirituales y éticas. Están inscritas en el corazón de todo ser humano” (Encíclica, 14).

En distintas ocasiones, hemos hecho hincapié en que un pecado contra la creación es un pecado contra Dios. Como ocurre con cualquier otro pecado, nos debemos arrepentir por el pecado cometido contra la creación. El Santo y Gran Concilio ha subrayado que “enfocar el problema ecológico sobre la base de los principios de la tradición cristiana exige no solo arrepentirse por el pecado de explotar los recursos naturales del planeta, es decir, cambiar radicalmente de mentalidad y comportamiento, sino también practicar el ascetismo como antídoto contra el consumismo, la deificación de las necesidades y la actitud adquisitiva” (Encíclica, 14). El verdadero arrepentimiento implica una conversión, que significa un cambio radical de nuestra actitud. La crisis medioambiental requiere que cada uno de nosotros tomemos medidas concretas.

En distintas ocasiones, señalamos que la Iglesia no puede interesarse exclusivamente por la salvación del alma, sino que está profundamente preocupada por la transformación de toda la creación de Dios. Por este motivo, nuestras iglesias necesitan tener vigilancia, información y educación constantes a fin de comprender con claridad la relación entre la crisis ecológica actual y nuestras pasiones humanas de la avaricia, el materialismo, el egocentrismo y la rapacidad, que tienen como consecuencia la crisis que afrontamos en la actualidad y nos conducen a ella. Por consiguiente, lo que es una amenaza para la naturaleza también es una amenaza para la humanidad; al igual que lo que preserva el planeta salva al mundo entero. Por este motivo, invitamos a todas las personas a movilizar sus recursos, y en particular sus oraciones, en la lucha por la protección del medio ambiente.

Entre los distintos temas medioambientales, el agua es uno muy importante puesto que el agua es tan sagrada y dadora de vida como la sangre que corre por nuestras venas. El agua es un bien común. No pertenece a ninguna persona ni a ninguna industria, sino que es el derecho inviolable e innegociable de cada ser humano. Por consiguiente, no podemos considerar ética la explotación económica del agua por parte de las industrias que venden agua a personas que tienen dinero para comprarla. Aparte del problema ético que plantea, la industria del agua contamina con frecuencia el medio ambiente a causa de las botellas de plástico que vende. Los ecologistas nos alertan hoy de que, en 2050, los océanos contendrán más plástico que peces si los comparamos por su peso. La contaminación causada por el plástico es un problema medioambiental y de justicia social. Por este motivo, deberíamos evitar el plástico utilizando alternativas en nuestra vida cotidiana.

Lamentablemente, el mundo se está quedando sin agua accesible. Esto no es solo un problema en países pobres, como los de África o la India, sino que también se está convirtiendo en un problema en países con abundantes recursos hídricos debido a la contaminación del agua. Introducir el agua en la economía de mercado y venderla como el petróleo y el gas no es una solución para resolver esta crisis. La falta de acceso a agua limpia y saneamiento es la mayor violación de los derechos humanos de nuestro tiempo. Según se nos ha informado, en la actualidad casi mil millones de personas en la Tierra no tienen acceso a agua limpia y 2500 millones no tienen acceso a servicios de saneamiento adecuados. A menos que nos demos cuenta del peligro –quizá incluso de la pecaminosidad– de negarnos a compartir los recursos naturales del planeta, afrontaremos inevitablemente graves desafíos y conflictos. La sostenibilidad no trata solo de tecnología racional y buenos negocios. La sostenibilidad es la manera de coexistir pacíficamente.

Por esta razón, felicitamos al CMI por unirse a la Comunidad Azul, un proyecto del Consejo de los Canadienses. El proyecto de Comunidades Azules hace un llamamiento a las comunidades para que adopten un marco sobre el agua como patrimonio común que reconozca el agua como un derecho humano, prohíba la venta de agua embotellada en instalaciones públicas y en eventos municipales, y promueva los servicios de agua y de tratamiento de aguas residuales de propiedad, explotación y financiación pública. Al unirse a la Comunidad Azul, el CMI conciencia a sus iglesias miembros y al conjunto de la sociedad de que la justicia hídrica requiere la gestión ética del agua como un don de Dios, que debe estar disponible para las generaciones futuras.

La contaminación del agua causada por el plástico, la contaminación atmosférica y el cambio climático son emergencias mundiales análogas. Son la consecuencia de olvidarse del carácter sagrado de la creación. Son los resultados desastrosos de la industrialización y nuestra avidez humana. La crisis medioambiental no puede solucionarse sin una verdadera transformación de las acciones humanas. En este sentido, la ecología está vinculada a la economía. Una sociedad que no se preocupa por el bienestar de todos los seres humanos es una sociedad que maltrata la creación de Dios, lo cual es una blasfemia. Por esta razón, el desafío ecológico de nuestras iglesias es conseguir que el mundo tome conciencia de la destrucción irreversible de la creación de Dios como consecuencia de las acciones pecaminosas de los humanos. La necesidad de educación ecológica no es solo un problema de nuestros Estados, sino que también debería ser el problema de nuestras iglesias.

Lamentablemente, desde la aplicación del Protocolo de Kioto en 1997 con el objetivo de luchar contra el calentamiento del planeta, siguen existiendo los mismos problemas. El conocimiento científico, respaldado por estadísticas y modelos climáticos, así como por observaciones sencillas hechas por campesinos, agricultores, pueblos indígenas y habitantes de las costas, ha confirmado que el clima está cambiando a causa de las actividades humanas y que ese cambio tendrá consecuencias catastróficas para la vida en este planeta, mientras seguimos siendo incapaces de adoptar las medidas inevitables para detener los terribles sucesos ya tangibles y venideros.

El Patriarcado Ecuménico ha sido especialmente sensible al problema del cambio climático. Por ello, hemos apoyado el llamamiento urgente en París del vigésimo primer período de sesiones de la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) en 2015. Como hemos recalcado en nuestro mensaje al vigésimo segundo período de sesiones, que tuvo lugar el pasado mes de noviembre en Marrakech, las máximas autoridades y líderes políticos mundiales han coincidido fundamentalmente en los problemas del cambio climático mundial desde la Cumbre para la Tierra de Río en 1992 y han mantenido interminables consultas y conversaciones de alto nivel sobre algo que requiere medidas prácticas e iniciativas concretas. Y sabemos muy bien cuáles deberían ser esas medidas e iniciativas. ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por los beneficios? ¿O cuántas vidas estamos dispuestos a sacrificar por una ganancia material o financiera? ¿Y a qué costo sacrificaríamos o impediríamos la supervivencia de la creación de Dios? Oramos humildemente, pero también decididamente, por que las máximas autoridades y líderes políticos mundiales reconozcan y respondan a los grandes desafíos que comporta el cambio climático. Una manera de hacerlo sería aplicar el acuerdo de la COP21 de París sin más dilación.

3. A menos que percibamos todos en nuestras actitudes y actos, y en nuestras deliberaciones y decisiones, los rostros de nuestros propios hijos –en el presente y en las generaciones futuras–, seguiremos dilatando y aplazando el desarrollo de cualquier solución, persistiremos en obstaculizar o limitar cualquier aplicación. En la encíclica del patriarca con motivo de la Navidad de 2016, abordamos las amenazas contemporáneas a las que se enfrentan los niños y declaramos 2017 como “el Año de la Protección de la Santidad de la Infancia”. En esa encíclica, hicimos un llamamiento a todas las personas de buena voluntad “para que respet[en] la identidad y la santidad de la infancia”, sobre todo “a la luz de la crisis mundial de los refugiados que afecta especialmente a los derechos de los niños; a la luz de la plaga de la mortalidad infantil, el hambre y la esclavitud infantil, el abuso y la violencia psicológica, así como los peligros de alterar las almas de los niños por su exposición incontrolada a la influencia de los medios electrónicos contemporáneos de comunicación y su sujeción al consumismo”.

En este aspecto, nos gustaría felicitar al CMI por inaugurar un programa especial este año sobre los “Compromisos de las iglesias con la niñez”, que tiene como objetivos promover la protección de la infancia a través de las comunidades eclesiales, fomentar la participación significativa de los niños y los jóvenes en las iglesias y abordar cuestiones críticas para los niños, como los problemas medioambientales. En este sentido, el Santo y Gran Concilio nos recuerda que “la Iglesia no ofrece a la juventud solamente ‘ayuda’, sino la ‘verdad’ de la nueva vida divino-humana en Cristo”, y destaca que “los jóvenes no son únicamente el ‘futuro’ de la Iglesia, sino también la expresión activa de su vida al servicio de Dios y de los seres humanos en el presente” (Encíclica, 8).

Creemos firmemente que las iglesias no pueden ser indiferentes al sufrimiento ni al abuso infantil que existen en el mundo y padecen sobre todo los niños que están heridos o son refugiados. Por lo tanto, desarrollemos juntos mecanismos para poner fin a la violencia contra los niños y los jóvenes en nuestra sociedad contemporánea. Promovamos una mejor participación e integración de nuestros niños y jóvenes en el culto y en la vida de nuestras iglesias. Concienciemos a nuestros niños y jóvenes de la responsabilidad de los cristianos en la crisis medioambiental y eduquémosles para que adopten un comportamiento adecuado y tomen las medidas pertinentes para hacer frente a cuestiones como el problema del agua y el cambio climático.

Por desgracia, los niños y los jóvenes sufren violencia emocional, sexual o física con más frecuencia de lo que pensamos, lo cual afecta a su salud, su bienestar y su futuro. Este tipo de violencia daña a los niños, destruye las familias e impacta a las sociedades. El Santo y Gran Concilio de la Iglesia Ortodoxa señaló que “la crisis contemporánea del matrimonio y de la familia surge de la crisis de la libertad como responsabilidad, ya que la libertad se ve reducida a una realización egocéntrica del propio yo y se identifica con la gratificación personal, la autosuficiencia y la autonomía; se pierde así el carácter sacramental de la unión entre un hombre y una mujer, lo que lleva a olvidar el 'ethos' sacrificial del amor” (Encíclica, 7).

Con este espíritu, y ante la crisis polifacética contemporánea, el Patriarcado Ecuménico organizó junto con la Iglesia de Inglaterra un foro sobre la esclavitud moderna titulado Los pecados ante nuestros ojos, que se celebró el pasado mes de febrero en nuestra sede. Estuvimos encantados de recibir a los representantes del CMI que vinieron a participar en el foro. El evento se inspiró en el Santo y Gran Concilio de la Iglesia Ortodoxa, que valientemente afirmó el lugar central de la solidaridad y la acción filantrópica en la vida y el testimonio de la ortodoxia, atendiendo además a las personas “afectadas por la trata de seres humanos y las formas modernas de esclavitud” (La misión de la Iglesia Ortodoxa en el mundo contemporáneo, F.1, traducción libre del inglés). Como señalamos entonces, no es posible para nuestras iglesias cerrar los ojos al mal, ser indiferentes al clamor de los necesitados, los oprimidos y los explotados. La verdadera fe debe ser siempre una fuente de lucha permanente contra los poderes de la inhumanidad.

Nosotros, como iglesias, debemos unir nuestras fuerzas para erradicar la esclavitud moderna en todas sus formas, en el mundo entero y para siempre. Hace unos dos años, firmamos la Declaración conjunta de los líderes religiosos contra la esclavitud moderna (2 de diciembre de 2014), que condenaba la esclavitud como “un crimen de lesa humanidad”. Nosotros, como iglesias, debemos comprometernos “a hacer todo lo que esté a nuestro alcance dentro de nuestras comunidades de fe y más allá de ellas para trabajar juntos en pro de la libertad de todos los que son víctimas de la esclavitud y la trata de personas, y en aras de la recuperación de su futuro”. En el camino hacia la consecución de este imperativo categórico, nuestro adversario no es solo la esclavitud moderna, sino también el espíritu que la alimenta, la deificación del lucro, el consumismo, la discriminación, el racismo, el sexismo y el egocentrismo.

Debemos trabajar todos juntos en contra de este espíritu y por la promoción de una cultura de la solidaridad, el respeto a los demás y el diálogo. Además de sensibilizar las conciencias, debemos participar en iniciativas y acciones concretas. Necesitamos una mayor movilización a nivel práctico.

Señoras y Señores,

Mientras el Consejo Mundial de Iglesias continúa su peregrinación de justicia y paz invitando a sus iglesias miembros a “caminar juntas en aras de una búsqueda común, renovando la vocación de la iglesia por medio de la colaboración y la participación en las cuestiones más importantes en materia de justicia y paz, para la sanación de un mundo lleno de conflictos, injusticia y dolor”, nosotros, en nombre del Patriarcado Ecuménico, le reiteramos nuestro pleno apoyo y compromiso, convencidos como estamos de que solo gracias a esta cooperación ecuménica verdaderamente fraternal podemos transformar nuestra casa común y curarla de sus problemas espirituales, éticos y ecológicos. Pues sirviendo a nuestro común Señor y Salvador Jesucristo, nuestras iglesias se acercarán las unas a las otras y descubrirán lo urgente y necesario que es para todas que sean una (véase Jn 17:21). Por este motivo, el Santo y Gran Concilio oró “para que los cristianos trabajen juntos a fin de que pronto llegue el día en que el Señor cumpla la esperanza de las iglesias ortodoxas de que haya ‘un rebaño y un pastor’ (Jn 10:16)” (Relaciones, 24). Desde esta perspectiva, que Dios, glorificado en la Trinidad, bendiga al secretario general, a los colaboradores del CMI y a todos ustedes en la importante misión que desempeñan.

¡Muchas gracias por la atención que me han prestado!


24/04/2017