HOMILIA SOBRE S. LUCAS, 15, 1-24 "EL HIJO PRODIGO"
Jesús quiere justificar su comportamiento con publicanos y pecadores que tanto escandaliza a escribas y fariseos. Frente a los justos que se indignan por la acogida que dispensa a los pecadores, el Señor les presenta la imagen de Dios, verdaderamente Padre.
La parábola del "hijo pródigo" es quizás la más conocida, o de las más conocida de los Evangelios, pero quizás deberíamos cambiarle el título por el de la "Parábola de un padre bueno que tenía dos hijos malos". Aunque la ley judía permitía el reparto de la herencia en vida, por razones culturales y económicas este hecho se veía muy mal, incluso se consideraba pecado. Por otra parte, como el menor de los hijos recibía 1/3 de la herencia debemos pensar que aquel padre era muy rico. Así que el joven, rico e inexperto, se lanza a recorrer el mundo lleno de planes y esperanzas. Un joven de buen humor y con el bolsillo lleno no ha de esperar mucho tiempo para encontrar compañía de todo tipo sin percatarse de la clase de gente que le hace la corte. Cuando falló el dinero, le abandonaron todos como se tira un limón exprimido. Cayó por la pendiente de la deshonra hasta tener que convivir con los cerdos que, para un judío, no sólo es lo más bajo de la sociedad, sino que estaba contaminado religiosamente.
El hambre y la soledad forzada hacen recapacitar al joven y decide volver a la casa paterna. Algo más debió haber, porque si hubiera sido sólo por hambre se habría ofrecido como jornalero a otro hacendado de la zona. Así que el que partió rico, lleno de petulancia y pagado de sí mismo, vuelve abatido, cabizbajo y harapiento.
En este hijo estamos retratados todos nosotros. Es una alegoría de la humanidad entera. Hemos derrochado la herencia moral, espiritual y religiosa que habíamos recibido de Dios. Nuestro orgullo nos ha llevado a la catástrofe. Abandonando a Dios nos postramos ante los ídolos de la riqueza, la sensualidad, la fama, la soberbia. Un mundo laico que ha dejado a Dios, que ha partido de la casa del Reino del Padre y que ha derrochado la riqueza de la gracia divina, desemboca necesariamente en el callejón sin salida de la incredulidad. La tragedia del estado de necesidad económica del mundo actual es consecuencia de su crisis moral. Al llegar a este estado, el hombre, o se aferra a una obstinación a ultranza, o se gloría de adoptar una actitud de indiferencia o bien llega a encontrar de nuevo el camino de la fe y con ésta, a una felicidad nuevamente lograda y apreciada ahora de muy distinta manera que antes.
Lo que empujó al hijo a marcharse no fue ni la malévola oposición del padre, ni tampoco un desagradecimiento interior, sino un gozo desbordante de vivir, el gusto a la aventura, el deseo de lo remoto, la curiosidad de lo ignorado, la osadía y el anhelo de nuevas experiencias. El padre no retiene al hijo que se va, ni tampoco le sigue: es bueno que pruebe lo que es la vida fuera de la casa paterna. También Dios deja que hombre siga el camino que él mismo ha elegido y que cada uno vaya como quiera y desee. Después que el hombre, por deseo de Dios, ha sido creado a su imagen, es decir, en y para la libertad, Dios le deja, consecuentemente, su espacio de libertad. Y cuando el hombre está convencido de que puede decidir y determinar él solo, se da cuenta de que su deseo de subir se convierte en una abúlica caída hasta terminar entre cerdos y pasar hambre. Sólo que es curioso que los hombres, mientras todo les va bien no se ocupan de Dios, sino que quieren hacer y decidir todo por sí mismos. Pero, si a causa de sus decisiones les va mal y se encuentran en apuros, le echan la culpa a Dios. El hombre que rechaza la gracia debe sentir qué es la vida sin ella.
Y mientras tanto ¿qué hace el padre? El padre respeta la libertad del hijo. Aguarda, confía, está al acecho. No se preguntaba por lo que haría o lo que diría; pensaba solamente ¡si viniera ahora! Y apenas lo vio se conmovió su cariño y amor. No le pasa cuentas, sino que lo acoge con un amor loco. No le pone condiciones, sino que lo reintegra a una posición superior a la que tenía antes. Perdona, olvida, regala. Igual hace Dios, porque Dios es amor y el amor se pone más en las obras que en las palabras.
Dios también espera. Espera en las desviaciones del individuo y en las desviaciones de los pueblos. Dios espera en el silencio; cree en el fondo de bondad que hay en cada uno de nosotros. Nunca es demasiado tarde para el arrepentimiento, nunca hay situaciones desesperadas. Habría fundamento para el pesimismo si Dios no esperara, pero todo retorno halla los brazos abiertos; no se da tiempo ni siquiera para la confesión de la propia miseria, no hay una palabra de exhortación penitencial, ni un pedante "ya te lo decía yo", ni la recomendación "a ver si ahora de comportas como un hombre", ni el odioso comparativo "aprende de tu hermano". Nada de eso, de la vuelta surgen el amor más intenso y el lazo más fuerte.
Es asombrosa la revelación que nos hace Jesús ¡Hasta qué punto somos amados! ¿Qué significan todas nuestras tonterías y todos nuestros crímenes ante ese impulso "ha vuelto a la vida" "lo he encontrado"? ¿Por qué es tan difícil verse amado por Dios? ¿No será porque también nosotros participamos de la opinión de los escribas y fariseos: "ese acoge a los pecadores y come con ellos"? También nosotros nos cerramos muchas veces al amor. "Fíjate nuestro párroco, que tiene amistad con protestantes y come y reza con ellos. Fíjate en nuestro obispo que les ha dejado un templo a esos desharrapados de ortodoxos". En vez de alegrarnos, protestamos y nos escandalizamos; nos ponemos a juzgar en vez de abrir nuestros brazos. Comprendo muy bien la dificultad: si se acepta todo ¿de qué sirve la moral? ¿Qué clase Dios es ese que todo lo acepta? Hemos sido formados en la condena del desorden, así que no hemos de ser complacientes ni hemos de dejar dudas de nuestra oposición ¡Estamos defendiendo a Dios cuando defendemos sus leyes y nos mostramos firmes!
Y entonces ¿cómo abrir los brazos? ¿Cómo imitar al padre de la parábola en su manera absolutamente loca de acoger a aquel sinvergüenza que vuelve porque pasa hambre? ¡Pero vuelve! El movimiento del padre es ante todo de amor, sin preguntarse por cuál habría de ser su comportamiento justo. Luego ya se verá cómo habrá que ordenar las cosas, pero lo más urgente es perdonar y amar. Nosotros, los justos, queriendo ser justos, pensamos ante todo en juzgar, en hacer las observaciones necesarias, en delimitar el mal, en ver lo que puede haber de aceptable. Y luego, cuando todo esté bien claro, cuando se hayan hecho las oportunas averiguaciones, se podrá perdonar y amar.
El noventa por ciento de las veces se fracasa. Jesús lo constató al observar los esfuerzos reales de los justos de su tiempo, los fariseos y los escribas: partiendo de la justicia, no llegan nunca al amor. Intentan amar, pero se quedan en los límites estrechos y arrinconan fatalmente a Dios en eses límites: "De todas formas, piensan, Dios no puede amar a los pecadores". Si lo dijo Jesús, hemos de aceptar que Dios los ama en general: eso nos tranquiliza y va bien para alguno que otro. Pero ¿a ese otro? ¡Ni hablar! A ése, a "ésos", Dios no los puede amar. Pero lo cierto es que Jesús nos dice que ninguno es rechazado, que Dios es, de verdad, el padre de la parábola. No es que tengamos que aceptarlo todo, ya que tenemos que luchar contra el pecado y en favor de la justicia, pero en el amor. Amándonos es como Dios nos libra del pecado, como combate en nosotros el pecado, no aplastándonos y rechazándonos. Que entremos en nosotros, nos examinemos y volvamos atrás es gracia de Dios. Que nos cobije con su amor, que olvide todo nuestro pasado, que no tenga en cuenta las deudas contraídas con el pecado y que nos trate mejor que antes, es el misterio incomprensible de su gracia.
En griego, una lengua muy rica para los matices, hay tres palabras para designar el amor: filía, èrotas y agapi. El amor de Dios es agapi porque es gratuito, porque no actúa por méritos o deméritos de la otra persona. Dios nos ama no porque seamos buenos o malos, sino porque él es amor. Su amor es previo a nuestras cualidades o faltas. Si hubiera que resaltar algo de ese amor es que ama más a los malos. Dios ama porque sí, porque quiere, porque amándonos nos hace buenos. Es un amor creativo, libre, gratuito, da la existencia a todas las cualidades y como el amor es preferencial, Dios nos prefiere a cada uno de nosotros.
Dios no se resigna a las rupturas, las separaciones, las divisiones, los alejamientos. Siempre da el primer paso para restaurar y unificar lo separado. Siempre sale al encuentro del hombre perdido, errático, destrozado.
La vida del hombre está relacionada intrínsecamente con la imagen que tenga de Dios. A un Dios justo, corresponde una vida de creyente basada en la justicia. A un Dios vengativo corresponde una vida basada en la venganza. A un Dios de amor, corresponde una vida basada en la entrega a los demás.
Que el Señor nos ayude a hacer ese cambio para adquirir el verdadero reflejo del Evangelio: situarse siempre en el amor y el perdón. Cuando me juzgo a mí mismo, pensar que el Padre me ama y me perdona. Cuando he de juzgar a los demás, pensar ante todo en amar y perdonar como Dios los ama y los perdona.
Archimandrita Demetrio (Sáez)
Homilía pronunciada en la Parroquia de S. Saturnino de Alcorcón, 25-01-2017