Por la gracia de Dios, este año se celebra el 25º aniversario de aquel bendito día y hora en que el Santo Sínodo 'Endemousa' del Patriarcado Ecuménico, guiado e inspirado por Dios, eligió al Metropolita Bartolomé de Calcedonia como Arzobispo de Constaninopla-Nueva Roma y Patriarca Ecuménico.
A algunos este período de veinticinco años les recuerda la brevedad de la vida; a otros les parece un capítulo principal en la vida, durante el cual uno experimenta circunstancias y momentos singulares y sin precedentes. En última instancia, la vida de un hombre no se mide solo por sus obras o por su heredad o legado, sino principalmente por la forma en que la vive. Sobre todo nosotros los clérigos a menudo nos empeñamos en una serie de esfuerzos prácticos para recaudar fondos y poder luego recoger las alabanzas del mundo y de la Iglesia; sin embargo, cuando hacemos un relato personal de nuestras vidas, reconocemos que el propósito de un clérigo no se encuentra en dichos logros, sino en su personalidad.
Lo que hacemos no es tan importante como quiénes somos.
Para que alguien entienda y experimente la presencia de Dios, tiene que permanecer en un estado de sacrificio. El individuo que se apega a su propia persona se pierde el significado de la vida; es más, el que se aparta de sus propias necesidades solamente para atesorar más posesiones no camina hacia la vida, sino que se desliza progresivamente hacia la muerte.
Al relatar estos veinticinto años de su ministerio patriarcal, uno se da cuenta de la sabiduría y experiencia de las palabras de nuestro Patriarca.
“Por la gracia e inagotable misericordia de Dios”, dice, “he cumplido veinticinco años de humilde servicio al Trono Patriarcal de Constantinopla. Por esto le doy gracias y gloria a Dios, sabiendo que la mayor parte de este servicio ya ha pasado. Al final de este viaje de pasión y testimonio, me gustaría recordarle a todo el mundo que existe otro modo de existencia y vida. Tenemos que hacer algo por los demás; no solo debemos hacerlos buenas personas, sino enseñarles a vencer a la muerte”.
Esta confesión es el fruto abundante que resulta de estos veinticinco años de vida y entrega: “Enseñemos a los demás a vencer a la muerte”. El mensaje de nuestro Patriarca es esencialmente una explosion de luz que ilumina e interpreta toda su vida -la pasada y la que está por venir-, precisamente porque el grueso de los últimos veinticinco años no se encuentra en lo externo ni en la inmensidad de su obra, sino más bien en su forma de vida.
De este modo, de manera silenciosa y pacífica, nuestro Patriarca nos enseña que el tiempo adquiere fuerza y da significado a la creación solo cuando nuestra vida testifica la victoria sobre la muerte. La presencia del Patriarca Bartolomé en el tiempo (25 años) nos juzga y nos apoya a la vez precisamente porque dicha presencia es tan real, valiente, vibrante y audaz. Rebosa de vida. Él vive en persona la Ortodoxia. Vive la Resurrección de Cristo y aniquila a la muerte, destruyendo todas las formas de miseria y corrupción y llenándolo todo con una luz que no es visible al ojo físico.
Primer lustro: “Ven y ve”
El comienzo el 2 de noviembre de 1991 de un ministerio tan importante y lleno de responsabilidad representa, en primer lugar, un nuevo viaje en el que Dios también está presente. Mientras que el Patriarca, inmediatamente después de su elección, asciende los escalones del Trono Patriarcal, desciende esencialmente a una tumba, pues debe abolir sus propios deseos y abandonar todo lo que constituye su vida, sacrificando todo lo personal y privado.
Todo lo que de verdad existe pertenece a Dios. Lo que se pertenece a sí mismo no tiene ni existencia ni subsistencia. Por tanto, cuando el Patriarca se encuentra sobre el Trono Patriarcal, contempla todo lo que tiene principio pero no tiene fin. Testifica y experimenta lo interminable, lo verdaderamente real y eterno: lo que ningún hombre puede alcanzar.
Al haber sentido -como su prececesor el Apóstol Andrés, el Primer Llamado y fundador de la Iglesia de Constantinopla- el gozo único del encuentro con Cristo, anuncia desde el principio de su ministerio patriarcal: “Hemos encontrado al Mesías”. Es más, su divinamente inspirado discurso de entronización no es más que una invitación abierta y personal para que todos entren en los Atrios de la Madre Iglesia y vean por sí mismos, para que degusten y experimenten en persona la Verdad y la Vida, que es Cristo y su Iglesia.
Esta exhortación, con todo su dinamismo, es la que prevalece durante el primer lustro. La invitación a “venir y ver”, dirigida a toda persona, se convierte en el deseo sagrado del corazón del Patriarca y de su visión según la voluntad de Dios. Muchos han experimentado la pasión del Patriarca. Han oído su voz y han venido a la Ciudad Regia, descubriendo la sinceridad y la humildad y al “Abad de la Ortodoxia” esperándolos en la histórica “puerta del estrangulamiento” (1) con un abrazo lleno de compasión y amor y el rostro iluminado. Primados, Jerarcas, clérigos, laicos y monjes, Arcontes y Reyes han entrado en los Atrios de la Madre Iglesia esperando encontrar la Gloria humana; sin embargo, experimentaron algo muy distinto: contemplaron a “Jesucristo cruficicado” y escucharon un pequeño corazón que latía rítmicamente para dirigir un gran cuerpo, el cuerpo de la Ortodoxia. Y experimentaron un don incomprensible, un don personal e interior. Sintieron el gozo y el Consuelo, y dijeron: “Dios está complacido conmigo”. En ese preciso instante comprendieron finalmente lo que significa “descubrir al Mesías”.
Dios está presente, y lo sentimos y lo reconocemos; Él es nuestro verdadero tesoro; Él es nuestro gozo y la plenitud que otorga Cristo.
Es un hecho incuestionable que, cuando el hombre experimenta un gozo tal como el que el Patriarca imparte mistagógicamente a todo los que lo visitan, los “afanes temporales de su corazón” quedan eliminados y entra en una unidad universal con la Iglesia, una disposición interna “iniciada por Cristo” (2).
El Patriarca Bartolomé ha conseguido reunir en un lugar determinado y de un modo tangible a la Iglesia y a la Jerarquía.
Segundo lustro: volver a experimentar Pentecostés
Así pues, el primer lustro de este bendito patriarcado, período introductorio para todos aquellos que visitan el “asiento de la Misericordia” de la Iglesia -el humilde Fanar- quedó completo. Inmediatamente después comenzó el Segundo lustro, caracterizado como un nueva experiencia de Pentecostés. Ya al principio de sus extraordinarias responsabilidades, el Patriarca sale del Centro sagrado y hace una primera parada en la Santa Montaña. De esta manera inauguró una nueva práctica: abrió las puertas del Patriarcado, no solo para que el mundo viniera al Fanar, sino sobre todo para que el Fanar entrara en el mundo.
Su intención es tener, dentro de lo posible, un contacto más profundo con las Iglesias ortodoxas locales y con las eparquías del Patriarcado Ecuménico. Cree firmemente en el valor y los resultados del contacto personal, que considera necesario y fundamental cuando de vez en cuando surgen cuestiones eclesiásticas. Por este motivo, al principio de su segundo lustro, emprende con audacia un viaje de paz y amor alrededor del mundo. Visita los antiguos Patriarcados, las Iglesias ortodoxas locales y las eparquías del Patriarcado Ecuménico de todo el mundo. También visita numerosas Iglesias cristianas, organismos intereclesiales, instituciones internacionales, parlamentos, congresos y reinos.
Gracias a su comportamiento amable y su presencia carismática, que por sí mismas son un mensaje y una señal del testimonio de Cristo, transforma las almas de las personas. El ‘laos’ -ricos y pobres, fieles e infieles, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos- busca tocar su sotana negra. La gente corre tras él con fe y devoción; se le acercan con amor y anhelo; lo honran como representante del Señor. Y esta gente -determinada, renovada y bendecida- se aposta ante los muros defensivos de la Tierra Santa y grita al paso del Patriarca: “Mirad, ya llega el novio; salgamos a recibirlo”.
Pero su viaje no acaba en esta vida; se perpetúa en la eternidad a medida que graba la marca de Cristo y de la Iglesia Ortodoxa en todos los lugares que visita. Sus viajes alrededor del mundo revitalizan el misterio de Pentecostés. En todos los lugares visitados por el Primado de la Ortodoxia hay una manifestación de renovación, de restauración, de preparación, de generosidad, de gozo, de sabiduría. Se trata de una gran variedad de pueblos, lenguas, etnias: “partos, medos, elamitas y residentes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están alrededor de Cirene, y visitantes de Roma, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes” (3), gentes de diferentes razas, con diferentes tradiciones y costumbres; todos ellos experimentan en un lugar concreto y con una sola voz la presencia de Dios, e inmediatamente transforman el lugar que recibe al Patriarca en un continuo Pentecostés.
Suena una alarma terrestre y celestial. ¡Los cielos y la tierra se regocijan!
Tercer lustro: Ha tocado a todo miembro de la creación… y ha liberado a las víctimas del engaño
Por la gracia de Dios, el Patriarca entra en el tercer lustro poseyendo una energía única que surge de sus experiencias. No se trata de mera sabiduría cognitiva, sino de la culminación de su experiencia a lo largo de diez años, que procede del sufrimiento y no de la costumbre.
Ahora es más próspero. Rechaza al aislamiento y el egoísmo, y empieza a gobernar con una profunda fe en la unidad. Para el Patriarca Bartolomé, no existe la oración aislada. No existe la salvación individual. El ‘ethos’ de los santos de la Iglesia es ecuménico y desprendido, no individual; por eso, en sus conversaciones diarias con Dios, dirían: “Señor, si el mundo no va a salvarse, que no nos salvemos nosotros tampoco”.
La persona que camina en la verdad alcanza gran compasión y sensibilidad. Reza por el mundo entero y lucha por no olvidarse de nadie. Ansía unirse a cada persona y a toda la creación al mismo tiempo. Así, nuestro Patriarca siente un temblor en su corazón por el mundo entero y ama toda la creación de Dios con pasión: flores, árboles, animales, el mar, los cielos, las criaturas que vuelan y las que se arrastran, la luz, el sol, la luna y todas las cosas visibles e invisibles.
Es como si poseyera un gran deseo interno de presentarse a sí mismo a Dios junto con todo el pueblo y con toda la creación. Siente una gran unión, fusion, cercanía y seguridad con todas las cosas del mundo. En su persona se puede identificar una gran compasión hacia la creación y el medio ambiente; no extraña, pues, que haya sido llamado a menudo “el Patriarca Verde”.
Durante su tercer lustro, el Patriarca intensifica su deseo de proteger el medio ambiente, promoviendo el comienzo del año eclesiástico (Indicción) como día dedicado a la protección de lo creado. Muchas otras cosas ocurren en este período -no mundanas y seculares, sino indispensables- según la guía del Espíritu Santo. Y todo esto es resultado directo del fruto del amor y de un deseo interno de compasión.
Él ama y suspira, trabaja y contempla nuestra coexistencia armoniosa con la creación. Y mientras muchos otros expresan su preocupación por este mundo herido, el Primado de la Iglesia, con su sensibilidad inspirada por el Espíritu, “toca a todo miembro de la creación… liberándolo del engaño” (4). El Patriarca nos enseña el camino ascético de la moderación y cómo limitar nuestros insaciables deseos. Pues, si de verdad deseamos ayudar a la creación, debemos introducir cambios en nuestras vidas; sin embargo, estos cambios deben empezar por nosotros mismos y por nuestro deseo de transfigurar nuestro modo de vida.
De esta manera, la Iglesia Ortodoxa, a través de los esfuerzos del Patriarca, revela correctamente cómo conciben la crisis medioambiental quienes creen en el Creador del mundo y quienes no creen sino que solo responden a tal crisis mediante el razonamiento secular. Esta diferencia está muy bien resumida por el predecesor del Patriarca, San Juan Crisóstomo, Arzobispo de Constantinopla: “En esto diferimos de los que no creen, de aquellos que tienen otra cosmovisión. El que no cree mira al cielo y lo adora, pues lo considera divino. El que no cree mira a la tierra y la ara, pues se confunde con las cosas materiales. Pero no así nosotros. Nosotros miramos al cielo y admiramos a su Creador. Pues el cielo no es Dios, sino criatura de Dios. Yo miro a toda la creación y, a través de ella, soy dirigido hacia su Creador. Veo las cosas de manera diferente al no creyente”.
El Patriarca Bartolomé se convierte en la voz atribulada para la humanidad de una creación herida intentando, de este modo, prevenir -e incluso curar- las heridas procedentes de las intervenciones que han demostrado ser destructivas para la creación y para el hombre.
Cuarto lustro: “No buscamos triunfar, sino abrazar a nuestros hermanos”
Según el Santo Evangelio, la Iglesia Ortodoxa tiene que acercarse al mundo, sobre todo a aquellos que están alejados de ella. El Patriarca lo ha intentado valientemente. El cuarto lustro, a la luz del 1.700º aniversario del Edicto de Milán, animó al Patriarca de la Iglesia a abrir las Puertas Reales de la Ortodoxia y, en un espíritu de desprendimiento, amor, comprensión y respeto a la diversidad del prójimo, invitar a todos los pueblos a “venir y ver”.
Dirigiéndose a individuos de diferentes tradiciones religiosas, les garantiza que no pretende “triunfar, sino abrazar a nuestros hermanos, cuya separación nos llena de angustia”. No buscamos, ni como personas ni como Iglesia, subyugar; más bien confesamos nuestro deseo de volver a abrazar a nuestros hermanos, cuyo alejamiento nos duele y nos perturba. No deseamos subyugar, sino experimentar el amor en la comunión, incluso con nuestros hermanos descarriados.
Con este espíritu, el Patriarca abraza a toda la humanidad, a la naturaleza común y universal de la raza humana. Lleva a todos los pueblos en su corazón; los eleva a la altura de su mirada con sus sufrimientos, problemas, dolores y males, con sus falsas enseñanzas e incluso con sus pretensiones. Nos dejamos llevar con facilidad por el mundo y erigimos muros que dividen a los pueblos, olvidando lo que el Patriarca siempre tiene en mente: el mundo entero ha sido llamado por Dios a convertirse en Iglesia, el Cuerpo sagrado de Cristo.
Todas las relaciones del Patriarca se vuelven teóforas, pues están selladas con el sello del don del Espíritu Santo. El Señor, además, dice en el libro del Apocalipsis: “He aquí, hago todas las cosas nuevas”. Si abrazamos este mensaje, seremos liberados de la vieja forma de pensar y actuar, al igual que el Patriarca, que considera que siempre debemos conducirnos “en novedad de vida”. Bajo su égida, pues, se emprenden diálogos formales con líderes religiosos, por supuesto no para traicionar nuestra fe, sino más bien para facilitar la reconciliación y que todos conozcan el esplendor de la Ortodoxia. A través de estos diálogos intercristianos e interreligiosos, la Iglesia Ortodoxa ha sido presentada y conocida en todo el mundo.
Dada su admirable sabiduría patrística, los extraordinarios frutos de su himnografía, sus magníficos oficios litúrgicos y sacramentos, la variedad de la iconografía didáctica, las decisiones divinamente inspiradas de los Concilios Ecuménicos, su arte eclesiástico único y su teología viva, el desarrollo del monaquismo, etc., la Santa Iglesia no solo no tiene nada que temer de dichos diálogos, sino que estos le ofrecen la oportunidad de expandirse y enseñar a otros predicando el mensaje de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.
El Patriarca Bartolomé, teniendo presente el esplendor de la Ortodoxia, no duda en participar en cualquier intercambio de opiniones, y esto porque, para el Patriarcado Ecuménico, el criterio para la comunión con los demás es siempre el amor y la verdad. El éxito no estriba en apartarse de nuestro prójimo, sino en conseguir atraer la atención del Señor hacia nuestro trabajo y esfuerzo con el objetivo de ayudar a nuestros hermanos descarriados a ver la luz y buscar la verdad de la que carecen.
Solo la vivencia del Dios Uno y Trino penetra la vida del hombre y le ofrece la posibilidad de trasladarse de lo efímero a lo eterno y los medios para entrar en el día del ‘ésjaton’, que es el destino final de todos nosotros.
Quinto lustro: la hora de la Ortodoxia
Finalmente, el Espíritu Santo supervisa todas las cosas. Todo lo que no conseguimos mediante nuestros propios esfuerzos se consigue mediante su intercesión, pues el Espíritu Santo incita al amor y a la unidad. Han pasado veinticinco años, y el Patriarca no ha olvidado en ningún momento la promesa que hizo el primer día: “Ven y ve”. La Ortodoxia, como única Iglesia de Cristo, está obligada ante Dios y ante la historia a dar un testimonio de unidad a través de una voz común. Sin embargo, no es suficiente decir simplemente a los sufrientes y atormentados, a los atribulados e indignados: “Venid y ved”. Debemos asegurarnos de que, cuando estas personas se acerquen a nosotros, encontrarán un abrazo generoso y una Iglesia consoladora que los transfigurará y los renovará.
Los intentos de alcanzar este objetivo se han enfrentado a numerosos desafíos: de hecho, el intento de la Iglesia Ortodoxa y de los padres de hoy de caminar siguiendo las huellas de sus predecesores también se enfrenta a una serie de desafíos. Sin embargo, el Patriarca nunca ha cejado en su empeño.
En los momentos de angustia, rechazo, pruebas y tribulaciones, el alma del Patriarca sufre y llora. Esto es así porque ansía a Dios, su único refugio. Se siente interpelado de manera instintiva. Cuando estallan las tormentas eclesiásticas, el Patriarca sirve como timón del barco espiritual, y hay alguien que dirige su vida: está guiado por la gracia de Dios, pues se abre voluntariamente a Su providencia. Todo asunto eclesiástico -y el Santo y Gran Concilio ha sido de la máxima importancia- se ha resuelto de manera positiva y según el buen orden eclesial, pues la profunda fe del Patriarca concita la gracia de Dios.
¡Ha llegado la hora de la Ortodoxia!
Ha llegado gracias al Patriarca Bartolomé. San Paísio de la Santa Montaña dijo una vez acerca del Patriarca Bartolomé que Dios había elegido a la persona adecuada para el cargo adecuado en el momento más adecuado. Cualquier encuentro que pretenda ser panortodoxo sin la presencia del Arzobispo de Constantinopla se convierte inmediatamente en una asamblea privada de carácter más o menos anticanónico. No son, pues, “los muchos” los que salvaguardan la voz compartida de la Iglesia, sino el “Primus”, cuya presencia vívida garantiza la unidad de la Ortodoxia.
Nuestro Patriarca ha trabajado incansable y personalmente para que se proyecte al mundo moderno una voz compartida y unificada de la Ortodoxia. Desde el primer día de su entronización, el Patriarca anunció su deseo de que fuera convocado el Santo y Gran Concilio, y en los últimos veinticinco años ha preparado de manera cuidadosa y generosa este glorioso momento. La hora que contempló desde sus primeros momentos como Patriarca ha llegado finalmente. Esto representa un logro de Dios y del Patriarca; una sinergia entre el cielo y la tierra y la Buena voluntad de los esfuerzos divinos y humanos.
No sabemos lo que la gracia de Dios nos tendrá deparado para los próximos años. Ciertamente, una evaluación de los últimos veinticinco años nos confirma que el Patriarca Bartolomé lucha por una experiencia existencial del ‘ésjaton’ en el presente participando en la vida eclesiástica. De esta manera, testifica que la invitación para “servir en novedad de espíritu y vida” (5) no es una visión utópica, sino una realidad continua y gozosa, un mensaje profético. Y la promesa del Señor de que “algunos de los presentes no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios venir con poder” (6) se cumple a través de los veinticinco años de trayectoria patriarcal, que, en última instancia, constituyen una sumisión total a la voluntad del Maestro.
El patriarcado del Patriarca Bartolomé no se ha limitado a las estrategias humanas; no se ha limitado a la lógica colectiva ni se ha proyectado sirviéndose de los corruptos poderes del mundo.
El Patriarca Bartolomé está inspirado por un poder que crece sin cesar. Es la suya una misión única y especial, algo que no ocurre tan a menudo en la historia. Es más, su ministerio patriarcal es extraordinario e inapreciable porque no se reduce a su persona, sino que se extiende a lo largo del mundo y sirve como señal de esperanza y luz para todos nosotros.
Y este ministerio, cuyos destinatarios somos todos nosotros, es de un valor inmenso, pues mira hacia el futuro e infunde vida.
Obispo Macario de Cristópolis (Estonia)
Traducción al español: Francisco José Pino, Lector de la Catedral Ortodoxa Griega de Madrid
NOTAS
1. “La puerta cerrada del estrangulamiento” hace referencia a la entrada principal al Patriarcado Ecuménico. El 10 de abril de 1821, Domingo de Pascua, el Patriarca Ecuménico Gregorio V fue colgado en esa puerta por los turcos. Hasta el día de hoy permanence cerrada.
2. Hesiquio el Presbítero, “A Teódulo 7”. Filocalía, tomo 1, pág. 12.
Hch 2,9-11.
3. Atanasio el Grande, “Sobre la Encarnación del Verbo”, PG Migne 25,177.
4. Rm 6,4;7,6.
5. Mc 9,1.