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jueves, 19 de mayo de 2016

"Acoger al prójimo". Intervención del Archimandrita Demetrio en la X Vigilia Ecuménica de Pentecostés


No deja de ser oportuno que se haya confiado a un ortodoxo exponer el punto de vista de los Padres de la Iglesia y de los monjes en la acogida a los emigrantes. No sólo porque el parecer de los Padres ocupa un lugar central en la tradición eclesial, sino también porque en Occidente la comunidad ortodoxa, en su diversidad, es el fruto de muchas migraciones y para nosotros, los ortodoxos de España, la migración es parte de nuestra existencia comunitaria y eclesial.

Quiero hacer dos reflexiones preliminares. La primera es que para los ortodoxos los Padres de la Iglesia, esos testigos luminosos de la fe y la vida cristiana, no desparecieron en la Edad Media sino que han seguido existiendo, reconociendo en ellos a las autoridades doctrinales, espirituales y morales de cada momento: por ejemplo, san Gregorio Palamás que vivió en el s. XIV; san Filarete de Moscú que vivió en el s. XIX o san Silvano del Monte Athos que vivió en el s. XX.

La segunda reflexión es que los Padres fueron en su mayor parte emigrantes. Pensemos en san Atanasio de Alejandría o san Hilario de Poitiers, que pasaron la mayor parte de su vida en el destierro; en san Agustín de Hipona, que vivió entre África e Italia; en san Jerónimo en Belén, san Juan Casiano, san Máximo el Confesor y otros. Sin embargo, estos Padres peregrinos no se interesaron específicamente por la inmigración como tal; su preocupación no era reflexionar sobre sociología o economía de los flujos migratorios, sino velar por el bienestar y la salvación de las personas en la jurisdicción que se les confiaba, fueran inmigrantes o locales. Predicaban que Cristo, revelando el misterio de un Dios personal, proclamó la dignidad eminente de cada persona, con independencia de su sexo, origen o estatus social, porque cada una de ellas es amada por Dios, que los creó a su imagen y semejanza.

El fenómeno que conmueve hoy a la humanidad no es nuevo. Hasta el s. X hubo incesantes migraciones producidas por la penuria, la miseria, la carencia de trabajo, las incursiones de los bandidos o las guerras. Algunas de estas migraciones eran temporales, pero la mayoría eran definitivas. Los caminos de Oriente se llenaban, no sólo de mercaderes, peregrinos o monjes, sino también de bandidos, de marginados y de personas que, solas o en grupo, dejaban su tierra para poder sobrevivir.

Para un emigrante conseguir el estatuto de ciudadano era casi imposible, vinieras de donde vinieras. La situación de extranjero era consustancial a todo emigrante, cualquiera que fuera la edad en que llegara o el tiempo que permaneciera en el lugar de adopción. Tenemos, pues, que guardarnos de idealizar la disposición de acogida en el mundo antiguo. Existía una desconfianza general hacia todo lo extranjero, un rechazo espontáneo, y es interesante constatar que, en latín, Hospes (huesped) y Hostes (enemigo) tienen la misma raíz que designa al extranjero con su significado ambivalente de fascinante e inquietante. En nuestro contexto del s. XXI no tenemos más que fijarnos en como el que emigra de su pueblo a la capital de la provincia adquiere el estatuto de xenos (forastero), con la vulnerabilidad que eso implica.

Sabemos que la acogida era ya practicada antes del cristianismo, en particular por las comunidades judías y los pueblos nómadas del Próximo Oriente. También en Grecia y menos en Roma. Isócrates decía que Atenas era "el asilo más seguro para el extranjero que había sufrido un revés de fortuna en su patria" , y si nos fijamos en la literatura clásica recordaremos en la Odisea las diversas acogidas de Ulises.

Los cristianos recogieron esta tradición dándole un sentido nuevo basado en dos razones:

a) La condición de extranjero es constitutiva de nuestra identidad eclesial: todo emigrante es, pues, figura de la condición del cristiano ​en este mundo.

b) La hospitalidad cristiana nace de dos principios teológicos: expresa la ​hospitalidad de Cristo y, a la vez, la acogida que Cristo dispensa a los ​emigrantes.

El mensaje central del Nuevo Testamento es que los cristianos están en el mundo sin ser del mundo (Jn. 17, 11-16), o como dice san Pedro en su 1ª Carta "xenous kai parepidimous" ("extranjeros y advenedizos"). Esta visión bíblica de la que participaba la Iglesia antigua nos hace comprender que los emigrantes nos son cercanos porque nos hablan de algo esencial en cuanto a nuestra identidad cristiana y humana. Los Padres estaban convencidos de que la acogida ofrecida por Abraham a los tres ángeles era una consecuencia de su propia extranjería. Admitir que nosotros somos fundamentalmente emigrantes en este mundo reduce, en gran medida, la alteridad con que nuestra sociedad recibe a los emigrantes.

Si los cristianos hemos recibido y desarrollado la acogida de la tradición bíblica y oriental, es porque esta práctica se inscribe en el plan de salvación del mundo: un plan que parte de la creación y que culminó en la Encarnación y la victoria sobre el mal y la muerte. La vida cristiana es imitación de la bondad divina; no servil y exterior, sino imaginativa e interior por la gracia del Espíritu Santo. Un texto sirio del s. III, la 12ª homilía del Pseudo-Clemente dice: "La grandeza del amor a los demás (filantropía) reside en que se trata de un afecto para todo hombre, cualquiera que sean sus convicciones, sólo por el hecho de ser hombre". Este amor a los demás toma en los emigrantes la forma de acogida, en griego "filoxenía" (amor al forastero).

Otra razón del fundamento teológico de la acogida son las propias palabras de Cristo: "Fui extranjero y me acogisteis" (Mt. 25,35). En la parábola del Juicio Final, Cristo se identifica misteriosamente con los pequeños, frágiles, abandonados y con los emigrantes que no tienen donde cobijarse. San Gregorio Magno cuenta la historia de un buen hombre que invitaba a su mesa a los extranjeros de paso por su ciudad y un día vio que un extranjero al que servía desaparecía súbitamente. A la noche siguiente oyó que Cristo le decía: "Los otros días me has recibido en mis miembros, pero ayer me recibiste a mí mismo". San Clemente de Alejandría atribuye a Cristo  un hermoso "ágrafon":  "¿Has visto bien a tu hermano? Pues has visto a Dios".

El Oriente ha visto en Cristo el prototipo del huesped por excelencia en el doble sentido del que hospeda y del que es hospedado. En los maitines del Sábado Santo, la Liturgia bizantina entona un canto que  expresa la petición de José de Arimatea a Pilatos reclamando el cuerpo de Jesús: "Dame ese extranjero, que desde niño ha recibido en el mundo la hospitalidad que se da a un forastero...Dame ese extranjero, a quien sus compatriotas dan muerte como si fuera un extraño...Dame ese extranjero que sabía recibir a los pobres y a los de fuera...Dame ese extranjero, para que le oculte en el sepulcro, pues él, como extranjero, no tiene donde reclinar su cabeza..." (Tropario tono 6). Al emigrante, pues, se le debe acoger con doble título: es imagen de Cristo y, a la vez, nos permite manifestar con nuestros actos la hospitalidad de Cristo. En estas relaciones fraternas es donde se puede contemplar nuestra semejanza con Dios.

Por todo lo que acabamos de exponer, los Padres de la Iglesia exhortaban a acoger a los extranjeros en todas circunstancias.

San Gregorio de Nazianzo llamaba a sus fieles a practicar la acogida para poder conservar lo recibido en el bautismo: "¿Que sabes de un extranjero sin alojamiento que está de paso? Recíbelo y, por medio de él, recibes a Aquél que por ti se hizo extranjero entre los suyos, que halló acogida en ti por la gracia y que te ha llamado a su morada". Vemos que esta acogida no responde a una simple moral voluntarista, sino que es un prolongación de la vida sacramental y eclesial.

San Ambrosio de Milán nos pone en guardia: "Si hemos sido duros y negligentes en la acogida de los extranjeros, cuando haya terminado el curso de nuestra vida terrestre, pudiera ser que, a su vez, los santos rechacen acogernos".

San Juan Crisóstomo dice: "Nosotros que somos extranjeros respecto al cielo, nosotros mismos, no ofrecemos acogida a los extranjeros". Este santo Padre exhortaba insistentemente a practicar la acogida y tomaba como ejemplo a Abraham que, siendo también él extranjero, acogió a los ángeles: "Cuanto menor es vuestro hermano, con más facilidad viene Cristo con él. Si recibís a una persona importante, con frecuencia lo hacéis por vanidad, pero el que recibe a un menesteroso, lo hace por Cristo. ¿No es vergonzoso que no tengáis un rincón donde acoger a un extranjero? Cristo viaja, desnudo y forastero, y con necesidad de cobijarse. ¡Ofrécele al menos eso, no seas cruel e inhumano! El santo obispo de Constantinopla no se para sólo en ofrecer techo, sino también en las atenciones de los necesitados, y lo hace con duras palabras: "¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa (el altar) esté llena de vasos de oro si Él se muere de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que sobre, adornad también su mesa. ¿Haces un vaso de oro y no le ofreces un vaso de agua fresca? ¿Y qué provecho hay en que recubráis su altar de paños recamados de oro si a Él no le procuráis el necesario abrigo?...Si viendo a un desgraciado falto de sustento le dejaras a Él que se consumiera de hambre y tú te dedicaras a cubrir de oro su mesa ¿es qué te agradecería el beneficio o se irritaría contra ti? ¿Si viéndolo vestido de harapos y aterido de frío no le alargaras un vestido y te entretuvieras en levantar unas columnas de oro diciéndole que aquello era en su honor, no te diría que le estás tomando el pelo y lo tendría por el mayor insulto? Pues piensa todo esto sobre Cristo. El anda errante, peregrino, necesitado de techo...Al hablar así, repito, no es que prohíba que también en el ornato del templo no se ponga empeño; a lo que os exhorto es a que juntamente con eso o, más bien, antes que eso, se procure el socorro de los pobres. De no hacer lo primero a nadie se le culpó jamás, pero de omitir lo segundo se nos amenaza con el infierno. Mientras adornas el templo, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro".

San Jerónimo escribe que "el laico recibiendo a uno o más extranjeros cumple con su deber de acogida, pero si el obispo no los recibe es inhumano". En su correspondencia con Nepotius le dice: "Que tu mesa sea frugal, pero que sea conocida por los pobres y extranjeros y que siempre cuente a Cristo por convidado".

San Gregorio Magno hace referencia a los discípulos de Emaús que convidaron a cenar y pasar la noche a un desconocido que encontraron en el camino: "No acogieron a Cristo como Dios, sino a un peregrino y, de esta manera, acogieron a Cristo mismo".

A primera vista parecería que si los Padres insistían tanto en la acogida es que, quizás, las cosas no andaban muy bien. Sin embargo, su predicación no se tomaban como quimeras, sino que, desde el principio, se llevaron a cabo. San Juan el Teólogo alaba en su tercera carta al presbítero Gayo por la acogida que dispensó a unos extranjeros que habían tenido que salir precipitadamente sin nada. San Justino el Filósofo relata como el "proestos" (quien preside) de la asamblea eucarística tomaba bajo su cuidado a los necesitados, citando textualmente la "acogida a los extranjeros". Juliano el Apóstata se queja en una carta que los cristianos socorrían a todos los necesitados, fueran cristianos o paganos.

Para atender a los necesitados, la Iglesia multiplicó los edificios especializados. San Basilio mandó edificar, cerca de Cesarea de Capadocia, un vasto complejo que san Gregorio llamó "Ciudad Nueva" y en otras fuentes aparece como "Basilópolis". Igual pasó en Ancira, Alejandría, Roma...etc. que se mantenían con los donativos de los fieles, incluso los más modestos, ofrecidos al principio de cada liturgia eucarística.

Imaginando a los monjes ocupados en la oración y la ascesis, podríamos inclinarnos a pensar que no se preocupaban de acoger a peregrinos. Sin embargo, tanto en el monacato de Oriente como de Occidente, la acogida es un acto sagrado. Desde las primeras fundaciones monásticas en Egipto y Asia menor, los monasterios incluían una hospedería, un lugar de acogida para forasteros. De san Pafnucio se cuenta que una noche oyó una voz que le decía: "Te pareces al alcalde del pueblo de al lado". Inmediatamente se puso en camino para conocerlo y tan pronto llamó a su puerta apareció aquel hombre que le lavó los pies y lo convidó a su mesa. San Daniel de Sceta cuenta que, yendo de viaje por Egipto, llegó a una ciudad en la que un buen anciano de nombre Eulogio recorría las calles, antorcha en mano, llevando a su casa a los extranjeros que hallaba sin hospedaje. Abba Apolo decía que "hay que saludar con veneración a los hermanos que nos visitan, porque no son a ellos, sino a Dios al que saludas". En el centro de Constantinopla, san Teodoro y sus monjes del monasterio Studion, se volcaban en acoger a los extranjeros que no conocían a nadie en la ciudad.

San Isaac de Nínive escribía: "En cuanto esté de tu parte, considera a todos los hombres dignos de bien...También nuestro Señor ha compartido su mesa con publicanos y prostitutas sin hacer distinción de dignos o indignos...Por eso has de considerar que todos los hombres son dignos de bien y de honor, y has de pensar de esta manera, sobre todo, porque se trata de tus hermanos, de hijos de tu misma naturaleza....".

Seamos francos, nunca hemos traspasado la barrera entre "Hostes" y "Hospes"  y hasta en las sociedades más abiertas aparece el temor ante lo que viene de fuera. Sin embargo el carácter de una civilización auténticamente humana se demuestra en el hecho de reconocer en todo extranjero a un hermano en la humanidad. En el cristianismo no es sólo el reconocer al hermano, sino, a través de esa persona, al Dios hecho hombre, a Cristo que recrea, reconcilia y unifica místicamente a toda la humanidad. Por eso, la acogida de aquellos cuya condición está marcada por la precariedad y la incertidumbre no es una simple prescripción moral, sino un acto central de la vida eclesial, "el sacramento del hermano" como lo llama san Juan Crisóstomo.

A la luz de su fe en Cristo, los santos Padres nos enseñan que tenemos necesidad de los inmigrantes para recordarnos que , también nosotros, estamos de paso en la tierra y que la acogida del otro permanecerá siempre como una dimensión fundamental de nuestra humanidad.


P. Archimandrita Demetrio
X Vigilia Ecuménica de Pentecostés
Madrid, 14 de mayo de 2016