I.- CARÁCTER ESPIRITUAL DE LA IMAGEN
Casi se ha convertido en un tópico el comparar nuestra época con la decadencia del Imperio Romano. La sociedad contemporánea está considerada cada vez más como una especie de Bajo Imperio planetario, cuya característica principal es el pluralismo. Esto ha dado lugar, entre otras, a una nueva comprensión de esta nueva unidad secularizada de la humanidad. La distinción clásica entre griegos y bárbaros, propia de cualquier sociedad más o menos cerrada, ha sido abandonada y la sociedad contemporánea, secularizada y sin fronteras, se ha lanzado a consumir con avidez todo lo que está disponible en el mercado mundial, tanto en creencias religiosas como en doctrinas políticas o arte.
Esta nueva realidad, universal y pluralista a la vez, no podía dejar de tener consecuencias en la historia del arte. El esquema clásico de esta disciplina que era estudiar sucesivamente las manifestaciones artísticas de Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma, la Edad Media (con algunas palabras sobre Santa Sofía y el arte bizantino), el Renacimiento, Barroco, Rococó, las diferentes tendencias del siglo XIX y el arte contemporáneo, ha quedado obsoleto. Obsoleto porque, primero, se ofrece la idea de un progreso artístico universal e inevitable; segundo, porque no se tiene en cuenta las escuelas locales, aunque en Europa y Occidente se tomen en su sentido más amplio.
El arte de Oriente Medio, de India, China, Japón, el arte de las estepas o las islas polinesias, de la América precolombina o de África pre y post colonial, son provincias del arte reservadas a los especialistas o a los amantes de lo exótico y que si en algo se conocen es por medio de fotografías o de libros específicos.
El historiador del arte René Huyghe dice que “el arte es para la historia de la humanidad lo que el sueño del individuo es para la psicología”, y esto se hace más evidente en que el arte para los cristianos contiene siempre un mensaje espiritual. Este mensaje espiritual puede ser positivo o negativo, esto es, el arte puede ser expresión de la “pompa diaboli” o puede proclamar la unión del hombre con Dios. Dicho de otra manera: que no existe belleza “neutra”.
Para los cristianos del siglo XXI se nos impone con urgencia la práctica de un nuevo “discernimiento espiritual”. La actitud de muchos cristianos que viven en ese bajo imperio planetario contemporáneo, ha sido descrita por el p. Alexander Schmemann de la siguiente manera: “incluso hoy, muchos cristianos están persuadidos de que, en el fondo, todo marcha más o menos bien en el mundo y que se puede aceptar alegremente su modo de vida, sus valores y prioridades, cumpliendo, además, con sus obligaciones religiosas. La terrible verdad es que la mayoría de cristianos no creen en la acción y la presencia del Maligno en el mundo y, por tanto, no sienten ninguna necesidad de renunciar a sus obras y servicio. No distinguen la evidente idolatría que se infiltra en las ideas y valores que conforman la vida del hombre de hoy y que modela, determina y domina sus vidas mucho más que la patente idolatría del paganismo antiguo. Son ciegos al hecho de que lo “demoniaco” consiste, desde su origen, en falsificar y deformar, desviar de sus verdadero significado incluso los valores positivos, a decir blanco cuando es negro y viceversa, a mentir y sembrar las confusión de manera sutil y viciada”
Aplicado a la Historia del Arte significa que también debemos practicar ahí el “discernimiento espiritual”. La primera etapa de este discernimiento podría ser el proponer una clasificación del arte mundial no tanto según entidades geográficas o nacionales, sino según corrientes o doctrinas espirituales. Es decir, una clasificación como arte del hinduismo, del budismo o del taoísmo mejor que arte de la India, de China o Japón. O por dar otro ejemplo, “arte de la Iglesia antes del cisma latino”, que comprendería el arte religioso hacia el año mil desde Persia hasta España y desde Rusia hasta Etiopía. Sólo una división así podría explicar el hecho de que en esa época dos representaciones de Cristo, una en Bizancio y otra en Francia estén más próximas entre sí que las realizadas seiscientos años más tarde sobre el mismo tema en Rusia y en España.
Una segunda etapa seria la aproximación y la apreciación de una religión o doctrina según el arte que ha producido. Esta sería una experiencia extraordinariamente enriquecedora, porque lejos de expresar la servidumbre demoniaca, demostraría que la simiente de la palabra divina ha germinado por todo el mundo y que los "logoi spermatikí" que los Padres Apologetas habían descubierto en la filosofía antigua, han inspirado muchas de las creaciones artísticas por el mundo. Esto debería estar presente siempre en la Iglesia, sobre todo allí donde se instala en territorios de culturas antiguas, marcadas a menudo por una cosmología y cierto presentimiento de la transformación de la naturaleza, como por ejemplo en China y Japón.
Otra razón por la que el esquema tradicional del arte ha quedado obsoleto es la idea de un progreso universal e inevitable del arte. Dos supuestos corroboran esta idea: primero, el arte, en la mayor parte de su historia, ha estado más o menos ligado a la ciencia y, por tanto, a la idea de progreso científico. Pero, aún siendo uno de los medios por los que el hombre conquistaba y dominaba la naturaleza, no dejaba el arte de expresar el significado que el hombre daba a esta conquista. En cierto sentido el arte y el saber siempre se mantuvieron conectados, aunque por lo que se refiere al arte la investigación se desvió casi enteramente del mundo exterior para centrarse en el hombre interior, con lo que contribuyó a destruir el mito del progreso universal. El segundo supuesto no es menos aceptable: considerando que como sólo existe una historia real, de la misma manera sólo hay una historia del arte verdadera que va desde Babilonia a la Europa contemporánea con sus colonias, emancipadas o no. Para este comprensión del arte era esencial mostrar que, en efecto, había un progreso y que podíamos seguir las diferentes etapas de ese progreso desplazándonos sucesivamente de Mesopotamia a Egipto, de Egipto a Grecia, de Gracia a Roma y así sucesivamente hasta la Europa actual. Evidentemente, las pretensiones de la universalidad del arte europeo, considerándose a sí mismo como el súmmum de todo arte y de toda cultura, deben ser entendidas como reminiscencias secularizadas del universalismo cristiano, cuyo arte ha dejado de representarlo desde hace siglos.
Este esquema presentaba una dificultad imprevista: la existencia del arte cristiano de la antigüedad y la Edad Media, al que se relegó a un lugar insignificante. De la misma manera que la historia de Bizancio ha sido ignorada por la historiografía occidental (estoy convencido que los estudiantes españoles ignoran que durante siglos los papas fueron súbditos del emperador bizantino y que la coronación de Carlomagno como emperador fue una usurpación que quedó sin castigo), de la misma manera, digo, el arte sagrado auténticamente cristiano de la Iglesia de Oriente fue desterrado de la Historia del Arte. La calificación de “bizantino” era sinónimo de formalismo vacío y de estancamiento y, como saben, el Renacimiento fue considerado precisamente como la liberación de todo “dogmatismo bizantino” y de reencuentro con el arte auténtico. El hecho de que esta autenticidad fuera verdaderamente pagana fue recibido como un gran progreso, y así fue posible, en primer lugar, rechazar la existencia de un arte en la “oscura Edad Media” y, más tarde, conceder despectivamente a sus obras el lugar de “bárbaro preludio gótico” previo al descubrimiento del verdadero arte. Así, en el esquema histórico del humanismo europeo y de la ilustración, hay poco espacio para el arte cristiano e incluso para el cristianismo.
A modo de ejemplo de rectificación superficial y torpe para luchar contra la evidente inspiración pagana del arte renacentista, citamos al Concilio de Trento (sesión 25) que se vio obligado a decretar “que se evite toda impureza y que no se dé a las imágenes aspectos provocativos”. Aunque el desnudo inocente hacía ya mucho tiempo que había desaparecido, comenzó una verdadera caza de desnudos en el arte religioso. Por orden del papa Pablo IV, los personajes de El Juicio Final de la Capilla Sixtina fueron “vestidos”, aunque todavía quedaron pinturas en su estado original: recordemos la escena de la creación del hombre, con un Adán que parece Apolo y un Dios-Padre que, como Zeus, sobrevuela un cielo que es más una realidad meteorológica que espiritual.
Cuando hablamos de progreso en el arte no significa que dentro de una rama del arte con la misma espiritualidad o visión del mundo no pueda darse una mejora en la capacidad y expresión artísticas. Si comparamos los primeros iconos de las escuelas de Novgorod o de Rostov con las creaciones de Andrei Rublev o Teófanes el Griego, o bien los relieves visigodos con las esculturas románicas del Pórtico de la Gloria en Compostela, constatamos la evidencia de una exploración, de una mejora técnica y de un refinamiento en esas últimas obras. Así pues, una mejora de los medios técnicos puede ser observada, dentro de la misma tradición, de una generación a otra. Donde resulta imposible de aplicar el concepto de progreso en el arte es cuando queremos comparar una estatua de Buda con otra de Miguel Ángel, un icono del Viernes Santo con una Crucifixión del Renacimiento o un paisaje chino con un paisaje holandés.
Esta larga introducción le hará pensar que todavía no he dicho nada de los iconos, pero me parecía necesario para poder comprender y asimilar qué es el arte cristiano.
II.- COMO DEFINIR EL ARTE CRISTIANO.
¿Qué queremos decir con Arte Cristiano? ¿Cómo calificar una obra de arte como específicamente cristiana? Habitualmente se considera que una obra de arte debe ser calificada como específicamente cristiana cuando representa un asunto cristiano. Así pues, las primeras preguntas que nos deberíamos plantear ante una obra de arte son ¿qué es lo que se representa? o ¿quién está representado? Veamos si la respuesta a estas preguntas nos proporcionan un criterio suficiente o no.
Viendo la Crucifixión de El Greco preguntémonos si hay algo aquí que choca con cierta “sana conciencia ortodoxa”. Por supuesto, los donantes. Si pudieran desaparecer muchas de nuestras parroquias y clérigos estarían encantados de tenerla en sus iglesias. Hay una evidente unidad orgánica entre la representación de los dos personajes y el tratamiento naturalista del Crucificado. Sin embargo, en nuestros días, muchas parroquias ortodoxas preferirían el cuadro de El Greco a la Crucifixión del Maestro Dionisio. De lo que sí estamos seguros es que el “Cristo Rojo” de Lovis Corinth no sería aceptado en ninguna parroquia ortodoxa, y eso que ésta pintura está más cerca de El Greco que éste del icono. Aunque existe cierta nobleza en el Cristo de El Greco, su tratamiento de la imagen va más allá de la iconografía para acabar en un naturalismo nestoriano: Cristo es un hombre lleno de virtudes, pero no es divino. En El Greco, el carácter dramático de la escena se expresa en el cielo, mientras que en Lovis Corinth el drama se muestra en la tensión y el sufrimiento físico y psíquico. Desde el punto de vista naturalista Corinth está más cerca de la “verdad histórica” que el idealismo de El Greco.
Si nos limitamos a la pregunta del sujeto, de quién está representado, y la aceptamos como criterio suficiente para determinar qué es arte cristiano, tendremos que concluir que las tres representaciones lo son. Pero aunque sea así en su sentido estricto, percibimos una diferencia esencial entre el icono y las otras dos pinturas. Si nos referimos a los conceptos empleados antes, diremos que el contenido o mensaje del icono difiere de las otras dos pinturas, aunque las tres representen el mismo sujeto.
Me van a permitir que repita las palabras del renovador de la iconología ortodoxa moderna :”El arte de la Iglesia es una cuestión de fe. La imagen manifiesta visiblemente no sólo la verdad, sino también todas las deformaciones. La imagen denuncia de una manera incontestable cada desviación de la tradición apostólica y este aspecto del arte sagrado apenas ha llamado la atención, o no la ha llamado en absoluto, de los teólogos, sean estos ortodoxos o católico-romanos. Aquí, precisamente, aparece con una evidencia irrefutable la diferencia entre la doctrina y la espiritualidad de Oriente con las confesiones occidentales. La doctrina de los concilios ecuménicos no ha penetrado en la conciencia de los artistas de occidente, que consideran aceptable la expresión de la revelación en una forma artística individual en cualquier estilo, incluso el arte no figurativo. “No existe un estilo religioso o estilo eclesiástico” dice un comentario sobre la Constitución de la Liturgia. Ya no existe una confesión común del dogma de la veneración de los iconos, sino veneración del arte “.
Debemos recordar que el dogma de la veneración de los iconos no se refiere a no importa qué representación ni al personaje representado, sino que “concierne a una imagen precisa, definida por su contenido y destino que corresponde a otras tantas experiencias de la fe, es decir, una imagen que manifiesta la unidad de fe, de vida y de creación artística” (Leonidas Ouspenky)
III.- EL ICONO, ESPIRITUALIDAD DE LA SEMEJANZA.
Unidad de fe y de vida me parece una buena definición de la noción, un tanto imprecisa, de espiritualidad. Como dijimos al principio que toda imagen, o todo arte, de una manera u otra es espiritual y que, por lo tanto, el arte neutro no existe, conviene preguntarnos por qué y cómo el icono es esta imagen específicamente cristiana, definida por su contenido y su destino, o si prefieren su función, y que manifiesta efectivamente esa unidad de fe, de vida y de creación artística.
A).- Función Litúrgica
Los Padres del VII Concilio Ecuménico (II Nicea) dicen que: “Lo que la palabra comunica al oído, la pintura lo muestra silenciosamente por la representación”. San Teodoro Studita expresa la misma idea con su particular elocuencia: “Graba a Cristo allí donde conviene, como aquél que mora en tu corazón, a fin de que lo leído en un libro o visto en un icono lo conozcas por medio de los dos sentidos sensibles, y que aprendas a ver con los ojos aquello sobre lo que has sido instruido por las palabras” (P.G. 99 col. 1213c) Esto quiere decir que icono y Evangelio comunican la misma verdad; a la analogía de la función anunciadora corresponde la identidad del contenido anunciado. Dicho de otra manera, los Padres del VII Concilio nos dicen que la Iglesia anuncia el Evangelio de dos maneras: por la palabra y por la imagen. Por tanto, si el anuncio del Evangelio forma parte de los oficios litúrgicos se desprende que las “imágenes que predican” deben ser también imágenes litúrgicas. De hecho la liturgia resulta la clave imprescindible para una correcta representación del icono. La liturgia es siempre una plegaria y el icono es una imagen litúrgica porque es empleado en la plegaria. El icono ortodoxo muestra de la manera que le es propia, en tanto que pintura, la verdadera fe y las enseñanzas de la Iglesia.
Las formas arquitectónicas de un templo, los frescos, los iconos, los objetos de culto, no están juntos simplemente porque sí o como los objetos de un museo, sino que, como los cuerpos de un miembro, viven una misma vida y están integrados en el misterio litúrgico. Incluso en la casa particular de una familia ortodoxa, el icono convierte una habitación neutra en una “iglesia doméstica” y la vida de los que allí habitan en una vida orante. Cuando un visitante entra, lo primero que hace es inclinarse ante el icono y después saludar al dueño de la casa. Se empieza rindiendo honor a Dios y los honores rendidos a los hombres vendrán después.
Del mismo modo, todos los que atraviesan el umbral de un templo ortodoxo se sienten afectados por una sensación de vida orante. Durante la celebración de un Oficio, si los textos litúrgicos se estructuran en torno al acontecimiento celebrado, el icono hace ver la representación escénica del misterio que se conmemora; por eso son venerados, besados e incensados. Cuando en la Divina Liturgia se canta el himno Herubikon, “Nosotros que místicamente representamos a los querubines y que cantamos a la Trinidad vivificadora el himno tres veces santo…etc.” rebasamos lo terrenal y participamos misteriosamente en la Liturgia eterna celebrada por el mismo Cristo en los cielos. Nosotros los fieles, nos convertimos en iconos vivos de los ángeles, en lugar humano del misterio de oración y de adoración que llevan a cabo las potencias celestiales y, en esta sinfonía, el fiel que mira los iconos ve en ellos a sus compañeros mayores, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y santos, como seres muy presentes que junto a ellos también participan en el misterio; o como dice un himno del primer domingo de Cuaresma, domingo de la Ortodoxia, : “en tus santos iconos contemplamos los tabernáculos y exultamos de purísimo gozo…”.
La función principal de un icono no es, pues, ni ilustrar ni decorar, sino la de “activar” la oración y si utilizamos la expresión de función de la pintura sagrada es porque para nosotros es un medio de conocer a Dios y a los santos y entrar en comunión con ellos. Por lo tanto, debiéramos discernir y no admitir como iconos más que aquéllos que se sitúan dentro de la tradición viva de la Iglesia, única garante en la materia. Esto significa que todo icono, por su analogía con la palabra, debe servir para estimular y expresar la oración. El misterio celebrado y el misterio representado por el icono son uno; así pues, toda expresión, color, forma o gesto extraños al espíritu de oración, que es “la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia” (Filip. 4,7) no pueden ser aceptadas en el icono, como tampoco en las palabras o gestos litúrgicos. A un oriental le resulta muy difícil rezar ante, por ejemplo, el juicio Final de la Capilla Sixtina, a no ser que cierre los ojos.
En nuestra época, la era del audiovisual, no hay que extenderse mucho para resaltar la importancia pedagógica de la imagen. Para la Iglesia, la imagen litúrgica ha sido siempre un instrumento pedagógico de primer grado. Es verdad que para los ortodoxos el icono no se ha reducido jamás a una especie de “biblia pauperum”, pero tampoco ha impedido esta función junto a la otra principal de escuela de oración. Además, así como los textos y las expresiones corporales, los iconos no sólo participan en la oración en tanto que medio, sino que también guían y forman la plegaria enseñando a rezar, incluso con los gestos de la imagen.
B).- Contenido Dogmático
1.- de Cristo
En lo que concierne al contenido de la imagen litúrgica debemos remitirnos a lo que nos dice el II Concilio de Nicea, o como dice el p. Meyendorff: “Desde el punto de vista teológico, la cuestión fundamental entre ortodoxos e iconoclastas era el icono de Cristo, porque la creencia en la divinidad de Cristo entrañaba una toma de posición sobre el problema crucial entre la indescriptibilidad de la esencia de Dios y la Encarnación que la hacía posible. El icono de Cristo es, pues, el icono por excelencia, lo que implica una profesión de fe en la Encarnación".
El patriarca san Germán de Constantinopla aclaraba los fundamentos del culto ortodoxo a los iconos diciendo: “Es en memoria eterna de la vida en la carne (tis ensarkou politeias) de nuestro Señor Jesucristo que hemos recibido la tradición de representarlo en su forma humana, es decir, en su teofanía visible (ton tis agias autou sarkós haraktira)” En efecto, Dios ha sido visto en la carne igual que ha sido visto en la cruz y muerto en la carne. Esta fue la intuición soteriológica fundamental de san Cirilo de Alejandría. Para san Cirilo, el Verbo no había venido para arrancar a las almas de la prisión del cuerpo, sino para salvar a los cuerpos caídos en la muerte por el pecado de desobediencia; porque tras la caída, los cuerpos fueron abandonados por el soplo de vida, mientras que el espíritu conservó su inmortalidad. En su comentario al prólogo de san Juan, vers. 14 (kai o logos sarx egéneto), san Cirilo afirma: “Fue sólo a la carne a la que se le dijo “eres polvo y al polvo volverás” (Gen 3,19). Era necesario, continúa san Cirilo, salvar lo que estaba más amenazado y llevarlo de nuevo a la incorruptibilidad, uniendo de manera indecible el cuerpo que había caído al Verbo que vivifica todo. Era necesario que la carne que había hecho suya formara parte de su inmortalidad. La imagen de un hombre cualquiera no nos habría podido mostrar a Dios. Sólo el Verbo que se hizo hombre semejante a nosotros nos manifestó a Dios porque seguía siendo Dios”. San Germán de Constantinopla resume todo esto diciendo que el icono de Cristo nos muestra lo que es visible de su persona divina.
2.- de los Santos
En el bautismo, en el que muere el viejo Adán y resucitamos en Cristo se restituye para cada uno la imagen de Dios y comienza el proceso de su semejanza. Diadoco de Fótice describe este proceso refiriéndose a la pintura; “De la misma manera que los pintores trazan en primer lugar el boceto del retrato con un solo color y aplicando después poco a poco un color sobre otro completan el parecido del retrato a su modelo, así también la gracia de Dios comienza desde el bautismo a rehacer la imagen del hombre tal y como era cuando fue creado. Después, cuando nos ve aspirar con toda nuestra voluntad a la belleza superior, hace florecer una virtud sobre otra elevando el alma de gloria en gloria hasta adquirir el sello de la semejanza”.
San Pablo, en la 1ª carta a los Corintios dice (15, 42-49) “se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción; se siembra en vileza y se levanta en gloria; se siembra en flaqueza y se levanta en poder; se siembra cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual… y como llevamos la imagen de lo terreno, llevaremos también la imagen de lo celestial”.
A este respecto añade Leonidas Ouspensky: “La fuerza que resucita a los santos después de su muerte es el Espíritu Santo, el cual, durante el curso de la vida terrestre de aquellos, ha vivificado no solamente su alma, sino también su cuerpo. Por eso decimos que el icono transmite no el rostro cotidiano y trivial del hombre, sino su rostro glorioso y eterno. El icono de un santo es la imagen de un hombre en el que está realmente la gracia que consume las pasiones y que santifica todo, por eso la carne está representada de manera diferente a la carne ordinaria corruptible.
C.- Conclusión
El icono no tiene existencia propia; en sí mismo es sólo una lámina de madera, pero precisamente por su participación en el “totalmente otro” por medio de la semejanza es por lo que traduce una presencia energética que no está encerrada ni localizada, sino que resplandece desde su interior.
Esta teología litúrgica de la presencia, afirmada por el rito de la consagración, es lo que distingue el icono de un cuadro de tema religioso y traza la línea de separación entre ambos. Podemos decir con Andrè Grabar que toda obra estética se abre en tríptico, cuyas hojas están formadas por el artista, la obra y el espectador. El artista ejecuta su obra, juega con todo el conjunto de su genio y suscita una emoción admirable en el alma del espectador; y aun que la emoción pase al sentimiento religioso, ésta sólo viene de la capacidad subjetiva del espectador al experimentarla. Una obra de arte es para admirarla y arrebata el alma, pero no tiene función litúrgica. Ahora bien, el aspecto sagrado del icono trasciende el plano emotivo que actúa a través de la sensibilidad. Una cierta sequedad hierática intencionada y el despojamiento ascético de la ejecución se opone a todo lo que es suave o sensual propiamente artístico. El icono de una persona viva es algo imposible y toda búsqueda de semejanza carnal queda excluida.
La función litúrgica del icono no es suscitar la emoción, sino el sentido místico. La obra de arte deja sitio a la teofanía; todo espectador que busque un espectáculo está fuera de lugar y debe dejar paso al hombre que se postre en acto de adoración y plegaria.
No es por casualidad que icono y teología formen una unidad coherente y armoniosa, junto a la liturgia, doctrina y experiencia ascética. Cuando un cristiano no ortodoxo decide aproximarse a los iconos ha de saber que deberá familiarizarse con la liturgia, los Santos Padres, la himnografía…etc. Si rechaza este camino, aunque escriba en griego sobre los iconos, éstos se le escaparán, serán imágenes orientalizantes, pero no iconos. El icono se mantendrá un poco aparte, como la Biblia se situa por encima de la literatura y la poesía universales.
En la liturgia eterna del siglo venidero, el hombre, mediante todos los elementos de su cultura pasados por el fuego de la purificación, cantará las glorias del Señor, pero ya desde aquí abajo, el hombre celebra su propia liturgia ante la presencia de Cristo y como iconógrafo hábil traza con la materia de este mundo y la luz tabórica toda una realidad nueva en donde, poco a poco, se hace transparente la figura misteriosa del Reino de Dios.
P. Archimandrita Demetrio (Sáez)
Cáceres, 1 de abril de 2016