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viernes, 4 de marzo de 2016

Reflexión de S.E. Policarpo en la Jornada Ecuménica de Oración por el cuidado de la Creación


Eminentísimos, Excelentísimos y Reverendísimos Padres,

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

​Estamos reunidos en oración común por la protección del medio ambiente, un tema muy importante y vital para el futuro de nuestra turbada humanidad. Intentaré transmitirles algunas reflexiones sobre este asunto, que también tiene un carácter teológico y eclesiástico.

​Hace poco hemos escuchado la palabra de Dios en el Libro de Génesis. Al principio Dios, creando al hombre a su imagen y semejanza, le dio a este la orden de dominar sobre Su creación (Gen 1,28). Este tipo de dominio es a menudo entendido como explotación. Dios ciertamente da la orden al hombre de someter y dominar la creación. Pero ese hombre era un hombre “a imagen y semejanza” divina. Con la caída en el pecado original, el hombre se transforma en otra persona. Pierde la semejanza divina, conservando la imagen. De ese momento derivan una serie de desgracias: la ruptura de la relación del hombre con Dios Creador, consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza. El hombre siente miedo, se esconde, es consciente de su desnudez, pone sobre su semejante la responsabilidad de su acción desobediente. La humanidad desde entonces está llamada a atraversar un valle de lágrimas, pero esto no termina en tragedia, porque el hombre sigue conservando la imagen divina.

El desastre ecológico actual viene de presupuestos filosóficos erróneos. La pérdida de la antropología semítica y patrística ha conducido a la idea de separación del mundo material del espiritual, del natural del sobrenatural, olvidando que el espíritu anima y habita en la materia, olvidando la enseñanza paulina de que el “cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6,19). La naturaleza no es solo un don divino, sino también un lugar teofánico, un lugar donde se manifesta y se asoma la realidad divina. Dios está presente a través de sus energías increadas. Permanece trascendente en su realidad sustancial y cognoscible a través sus energías. En este sentido el cosmos es una realidad teofánica en la que, a través de las energías divinas increadas, es manifestado el Creador. Para el Apóstol Pablo la participación de la creación en Dios ocurre a través su implicación en la pasión y la resurrección de Cristo. La creación gime a la espera del retorno del Salvador (Rom 8, 22-23).

Con la caída de nuestros primeros padres, Adán y Eva, todo lo creado se vio arrastrado a la corrupción, ya que ambos eran el signo más alto de la creación y estaban extremadamente ligados a ella. “Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Romanos 8,19-21).

La caída del hombre ha supuesto el oscurecimiento de la mente humana, provocando terribles consecuencias para todo lo creado. La alienación está presente en todo tipo de relación debido a que la caída ha tenido consecuencias antropológicas, naturales y sociales. Ante esta situación la Iglesia no dice solo que se vuelva a vivir sin pecado, sino que se transforme la propia vida para que venga la restauración de todo en Cristo (Ef. 1,10). La terapia tiene lugar dentro de la Iglesia a través de la vida eclesial, sacramental y ascética. A través de esta puerta, hombre y creación son transfigurados y se convierten en Reino de Dios. El único verdadero fin de la Iglesia es transformar la historia, es decir, al hombre y a lo creado, en la dinámica de los "éscata" (las cosas últimas).

La victoria de Cristo sobre la muerte tiene consecuencias benéficas también para la creación. Cuando el hombre se transfigura, también la creación vuelve a su orientación primigenia. San Isaac el Sirio dice característicamente: “El humilde se acerca a los animales salvajes, y cuando ellos lo ven, su carácter salvaje se tranquiliza, se le acercan como a jefe, doblan su cabeza ante él y le lamen las manos y los pies, porque han percibido en él el mismo perfume que emanaba Adán antes del pecado” (Isaac el Sirio, Obras ascéticas, ed. Rigopoulos, Atenas 1977, p. 78).

La vida eucarística, eclesial y sacramental, juntamente con la ascética, constituye el único antídoto eficaz contra el problema y la crisis ecológica, y no solo de él, sino de todo tipo de problema y crisis que turba a nuestra humanidad. Una vida así abre la puerta a la obra vivificadora del Espíritu Santo, construye una relación personal de respeto y de amor hacia la realidad de la materia e impide hacer de esta un objeto de consumo y de satisfacción de sus deseos. Entonces podemos comprender por qué la gloria de Dios es el hombre viviente.

Cuando la vida no se vive como una comunión personal de respeto y amor, aparece la muerte. Sin embargo, cuando se vive como una epíclesis a la fuerza transformadora del Espíritu Santo, transforma el mundo, como el poco de levadura que transforma toda la masa. Esta epíclesis, junto al modo de vida que hemos descrito arriba, es nuestra “resistencia” más radical a la alienación de la vida por parte del consumo extremo y la violencia de la materia del mundo.

En esta dirección el ecumenismo puede contribuir muchísimo, porque el problema existencial del hombre -su elección entre la vida y la muerte- es un problema universal que toca a cada hombre y mujer que habita sobre la tierra. Los cristianos debemos probar nuestra fe “en un solo Dios creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible”, “en un solo Señor Jesucristo, hijo Unigénito de Dios” y “en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida”: la Santísima Trinidad dadora de vida, vida más allá de la muerte y de la corrupción, vida de libertad y alteridad personales, teniendo como ejemplo de comportamiento la comunión amorosa que existe entre las tres Personas de la Trinidad. ¡Amén!


Universidad Católica de Murcia (UCAM)
Congreso Internacional Laudato Sì
3 de marzo de 2016