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domingo, 7 de febrero de 2016

"Monacato y martirio". Homilía del P. Archimandrita Demetrio en el Monasterio de la Santa Trinidad de Canarias


Si analizamos los deseos de un alma que aspira a la hesiquía, encontraremos numerosos elementos edificantes que afectan, componen  y perfecccionan la vocación monástica. Por ejemplo el arrepentimiento como deseoo necesidad del alma, el sentimiento del carácter efímero de este mundo que es reflejo de otra realidad transcedente o el amor de Dios y la preferencia por su Reino, en vista del cual todo se considera en poco cuando se trata de ganar a Dios. Incluso las cosas más sagradas y santificadas por la Iglesia, como son el hombre o la mujer, la pareja, los hijos, la participación en la vida eclesiástica en el mundo, las actividades sociales...etc. todas son rechazadas. Incluso san Basilio prohibe al monje su pretensión de ser sacerdote cuando es por propio deseo y no por obediencia.

Por el contrario, la tendencia a la soledad, a la paz interior, el deseo de perfección y edificación coexisten en toda alma que aspira a vivir en la ermita o en el claustro. Pero lo que no falta jamás en toda vocación monástica y que se manifiesta de una manera enérgica y total es el espíritu de martirio, su disposición a padecer, a sufrir, a sacrificarse, a morir por amor a Dios. Se puede decir que si alguien quiere progresar en el monacato debe convertirse en mártir por los muchos esfuerzos, los numerosos trabajos y lágrimas, por la paciencia y las aflicciones, mucho más por la clausura y penalidades e infinitamente más por los ataques del demonio y de los hombres.

Pero, ¿por qué el martirio es el elmento principal de la vida monástica? Voy a dar tres razones para esta afirmación.

1) Con la decisión divina de que el hombre ganara el pan con el sudor de su frente se oculta el amor de Dios, que promueve el medio y el camino para su segunda creación, para la regeneración del hombre caído. Mientras madura, el hombre reconoce en sus sufrimientos, aflicciones e incluso la muerte, la expresión que el dolor lleva en sí mismo, esto es, la posibilidad de encontrarse ante Dios, de manifestarle, de confesarle nuestro deseo de reencontrar la divinización perdida.

Esta petición, este lenguaje mediante el cual el hombre se expresa para elevar su clamor y su corazon solicitando su reintegración en la comunidad divina, es el lenguaje del sacrificio, el lenguaje de aquél que sufre por Cristo con vistas al Reino de Dios.

Es imposible que los sufrimientos falten en el alma que ama a Dios, y todavía más en la vocación monástica, que es un nacimiento virginal por el espíritu de la salvación. Por eso, el que desea llevar una vida ascética no se conforma con una solución moderada o una situación convencional. Practicando las más grandes ascesis o soportando las más dolorosas pruebas, trabaja para su perfección. Esta conciencia del martirio se lleva con alegría y placenteramente: le basta al monje con alcanzar a Cristo; es un deseo que gusta de la alegría de la aflicción, de las delicias espirituales del dolor, pero no del dolor psicológico. Es una petición a Dios de soportar lo que venga para manifestarle nuestro amor, para vivir el amor.

2) Cuando el Señor llamó a san Pablo, y seguro que también ocurrió con los demás apóstoles, le "mostró lo que había de padecer por su nombre". Posteriormente, san Pablo siempre presentó sus pruebas como argumento manifiesto de su apostolicidad, de su sinceridad y de su amor hacia Dios, pruebas que para el apóstol Pedro constituyen un carisma y el sello de "sufrir ultrajes por su nombre" (Hch. 5,41). Los apóstoles no sólo hicieron gala de creer en Cristo, sino también de sufrir por él, tal como nos lo avierte el salmo "pero por tí se nos mata cada día, como ovejas de matadero se nos trata" (Sal. 44,23). Así que, en cierto sentido, el sufrimiento, el martirio del hombre, lleva la fe a su perfección.

Cuando leemos cada día en el salterio que las montañas y desiertos se alegran ante el rostro de Dios, de donde viene la salvación o cuando leemos en el Apocalipsis que a la mujer, modelo de la Iglesia y de toda alma, se le dieron "dos alas de águila grande para volar al desierto", es fácil admitir que la búsqueda de Dios y su consagración a él, está tejida de montañas y desiertos, de combates y luchas de la vida monástica; es fácil admitir que el desierto es su lugar y el medio de su martirio.

Desde los primeros momentos en que la Iglesia se enraizó en el mundo, los cristianos que deseaban el conocimiento de la Escritura, la verdadera perfeccción evangélica, el yugo de la Cruz y la herenca del Reino de los cielos, quisieran situarse entre aquellos que se retiraban al desierto "siguiendo al Cordero a dondequiera que vaya" (Ap. 14,4). Al principio vivieron aislados del mundo, localmente o en sentido figurado, después apartados, que no ajenos, a la sociedad, por amor y una mayor madurez, haciendo del mundo, como dice san Pablo "un crucificado para mí y yo un crucificado para el mundo" (Gal. 6,14).

3) Las persecuciones dieron ocasión a todos los fieles de sellar su deseo de Dios por el martirio de sangre; martirio que veían como un don y un carisma divinos, como el resultado de un poder que suplía las debilidades humanas, como un honor y una gloria que ofrecía Dios en su infinita filantropía, como la única manera de pasar del sueño a la realidad, de la corrupción a la eternidad.

Lo que los mártires observaban la noche precedente al día en que recibían la corona del martirio, es decir, el ayuno, la vigilia, la acción de gracias y la espera gozosa del momento, todo eso, los monjes "que han sido llamados al martirio invisible", lo cumplen noche y día nos dice san Isaac de Nínive (Sermones Ascéticos nº 85). Estos, que por su condición no tenían otras perspectivas que el amor de Dios y la comunión con él, vivían siempre esta relación bajo el aspecto de combates heroicos y proezas atléticas.

Se podrían añadir otros argumentos pero basten estos tres.

El martirio cotidiano de los monjes es la incesante participación en la muerte de Cristo en los sufrimientos de los héroes de la fe, por la que obtiene el derecho al triunfo de los santos. La ascesis, los diversos combates, la kenosis y la verdadera humildad son los instrumentos de este martirio. Los monjes luchan como muertos para el mundo, "un sepulcro antes del sepulcro", dice san Juan Clímaco (Escala Espiritual, 4,48), teniendo la celda como estadio y el monasterio como palestra.

Aunque no comporte necesariamente la efusión de sangre, la vocación monástica implica la vocación al martirio: las diversas formas de ascesis que dependen del deseo, del carácter,  de la libertad interior, de los conocimientos, de las circunstancias, de las condiciones de vida del monje, así como de los consejos de su padre espiritual, crean innumerables ocasiones de martirio espiritual en una familia monástica adecuada. Lo que objetivamente no es necesario o es facultativbo para un laico, la conciencia del monje lo hace, subjetivamente y por amor, obligatorio. Por esta razón nos dice san Teodoro Studita: "Perseveremos, hermanos míos, en el martirio contínuo de la conciencia mediante las lágrimas, el cuidado de la regla, la súplica, la compunción u otras mortificaciones del cuerpo". Por experiencia, el monje conoce lo que los Padres han vivido, es decir, "cuando el corazón está afligido y brotan las lágrimas para la vida eterna, de una manera figurada, el monje da su sangre y recibe el Espíritu Santo", aseguraba Abba Longinos. Por el contrario, cuando cesa el sufrimiento, la esperanza, la certidumbre, la confianza y la relación con Cristo se hunden.

Por lo tanto, ser monje es el comienzo de una vida de martirio en la conciencia. Es verdad que el monje se alegra en los combates, aunque nunca se contente, porque los considera como "peso momentáneo y ligero de nuestras tribulaciones" (2 Co, 4,17) que le proporcionan la vida eterna. Animado por este pensamiento el monje convierte las noches en días llenos de luz para el alma, luchando para ganar el favor divino, para que cuando llegue el día querido por Dios, en esta vida o después de haber roto los vínculos humanos, sus ojos reciban el carisma de "ver y observar la contemplación celestial" (s. Isaac de Nínive, Sermones Ascéticos nº 29).

En la rutinaria tiniebla de su pobreza el monje lucha y vive con alegría la invisible e inabarcable presencia de Dios que por exceso de amor permanece oculto. Pero también cree el monje que él, pecador, que continúa pecando, él, el más pobre de los hombres verá algo más grande de lo que han podido ver profetas y reyes. El monje es totalmente feliz de tratar así con Dios y no hace depender de su paciencia las divinas visitas o el progreso espiritual, porque su bien no está ante Dios o más allá de Dios, sino el mismo Dios. No obstante, Dios se derrama actuando en nosotros, en nuestro cuerpo, en nuestra alma, en nuestro espíritu, dándonos a conocer también sus secretos y los de nuestra naturalaza, tanto presentes como futuros. Poco a poco distinguimos los rasgos de su presncia y aprendemos convenientemente cual es la naturaleza de todos los seres; como dice el salmista "cuando llenan mi corazón las congojas, tus consuelos regocijan mi alma" (Sal. 93,19).

De todo ello se desprende que el martirio monástico es una elevación laboriosa hacia Dios, un amor y un deseo de ascesis hasta la mueerte, deseo que expresa y contiene la recompensa y los dones de la Gracia divina. ¿No vale la pena, hermanos míos, siguiendo la voz de profeta Joel de "santificar esta guerra", levantarse como milicia de Dios, subiendo todos hacia él como valientes?

No obstande  debo hacer una advertencia: el príncipe de este mundo tratará de impedirlo, pero mantengamos siempre la esperanza. San Juan Bautista dio testimonio de la verdad y reprobó la iniquidadd. Sin embargo, la iniquidad continúa hasta nuetros días. El Bautista fracasó perdiendo su santa cabeza, pero sigue siendo el Precursor de Cristo, modelo de monjes y cima de los profetas. Dios es el que concede la victoria aunque nuestros tormentos continúen; es él el que gana a los hombres, no a causa de nuestros esfurzos, sino  que por medio del Espíritu Santo pone en nosotros la semilla santa y vivificante que se ha de convertir en árbol que soportará a través de los siglos la tromba de agua del pecado y el cataclismo del mal.

Dios ha honrado al hombre con la vida monástica. Si deseamo hacer algo que sea verdaderamente nuestro debe ser alegrarnos por haber sido juzgados dignos de ser monjes y, por tanto, coherederos de los santos martires. No nos inquietemos por las cargas que se nos imponen, cualquiera que sean, porque Dios se cuida de todos nosotros y de aquellos que se nos han confiado. Más bien, confesemos que no somos nada ante Dios. Esto equivale al martirio de ser aplastados por las sandalias del amor de Dios, por la presión de la ascesisd e la vida monástica llena de las delicias de Cristo, e ser transformados en vino nuevo del que Dios se alegra y convertidos en trigo molido, alimento de una nueva vida. Amén.

P. Archimandrita Demetrio
02/02/2016
Clausura del Año de la Vida Consagrada