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domingo, 7 de febrero de 2016

Homilía del P. Archimandrita Demetrio en el Seminario Conciliar de Madrid


Es normal que los cristianos, y sobre todo los pastores, nos preguntemos cómo hemos de anunciar el Evangelio en el mundo de hoy, y la primera pregunta que me hago es ¿cómo se comportó Cristo cuando se enfrentó a la realización de su misión divina? ¿Qué hizo antes de comenzar a predicar? Leemos en los Evangelios que después de ser bautizado Jesús se retiró al desierto. Y no fue la única vez: tras el martirio del Bautista, se retiró al desierto; después de predicar a una muchedumbre, se retiró al desierto; tras dirigirse a una multitud, cogió una barca y se retiró a la otra orilla.

Con estos breves ejemplos vemos que a fin de prepararse para un acontecimiento importante, Jesús se retiraba para orar. La conclusión parece obvia y muy simple, pero hemos de recordarla frente a las agitaciones que nos envuelven, al activismo que nos abstrae y, sobre todo, a la responsabilidad que nos incumbe. Hay que encontrar a Dios antes de hablar de Dios; hay que encontrar a Cristo antes de vivir con él. Para cada uno de nosostros esta preparación será diferente según se trabaje en el mundo, se esté casado, se tenga familia o siendo monje. Pero lo que está claro es que ninguno podemos prescindir de los momentos de intimidad; intimidad que podemos encontrar en el rincón de un jardin, en el anonimato del transporte público, en un fin de semana en la naturaleza o durante un retiro en un monasterio. Esos momentos nos pueden servir para beber el agua viva y encontrar lo necesario: el amor divino que nos salva.

Por otra parte, Cristo, por su encarnación, vivió en la civilización judía de su época; veamos, pues, como se comportó con la cultura de su entorno. El Señor se vestía como los demás, comía y bebía con ellos, respetaba las reglas religiosas interiorizándolas, iba a la sinagoga, intercambiaba opiniones con los doctoresde la Ley...etc. Esto significa que el Salvador recibió un tesoro cultural de sus antepasados, creció con él pero sin dejarse alienar. Y como toda cultura necesita transmisión, también él participó de ese movimianto, pero con discernimiento: no vino a abolir la Ley, sino a cumplirla; es decir, a desarrrollar y alentar lo que tenía de bueno y a dejar de lado todo lo inútil y caduco. Él había venido a anunciar la salvación del hombre por Dios, no la salvación del hombre por el hombre. Por eso se enfrentó al fundamentalismo de algunos fariseos (no todos los fariseos eran malvados).

¿Qué debemos hacer nosotros? Por supuesto seguir el ejemplo de Cristo: no tener miedo de nuestra cultura, de nuestra civilización, utilizando todo lo que han dejado nuestros predecesores pero sin esclavizarnos, con discernimiento y espíritu creativo. Para ello se necesita una verdadera conversión interior, pidiendo humildad, esperando comprender al otro y buscando la voluntad divina. Si los bienaventurados Apóstoles construyeron las bases sólidas de nuestra Iglesia es porque escuchando al Espíritu Santo y con fidelidad a Cristo supieron adaptarse a las necesidades y diversas culturas de aquellos que se encontraban y buscando soluciones para las diversas cuestiones que se proponían.

La palabra es convincente si es la verdadera expresión, honesta y sincera de una experiencia auténtica. No me refiero sólo a la expresión vocal. Yo cursé la educación superior en un colegio católico, en el colegio de una gran Orden religiosa, y todavía me acuerdo de uno de sus miembros, un hermano lego. Jamás habló conmigo, pero su mirada, su humildd, su rostro siempre alegre lo recuerdo hasta la fecha. Doy gracias a Dios por aquel hombre que, sin decir una palabra, me hizo comprender cómo se manifestaba una verdadera unión con Dios.

¿Qué quiere decir proclamar el Evanglio? Pues significa dar buenas noticias, es decir, anunciar que Dios nos ama sin condiciones y que nosotros somos testigos de ello. La Iglesia no es el Arca de los salvados, sino el heraldo de Reino, esto es, misionera, colaboradora en la obra de Dios, testigo de su promesa y servidora de su amor para el mundo. Pero ¿cómo hacerlo? Ya lo hemos dicho: ¡cómo lo hacía el mismo Jesús! Recordemos su encuentro con la Samaritana, a la que pidió de beber; con Zaqueo, al que le pidió que lo invitara a su casa; con la pecadora, a quien dejó lavarle los pies con sus lágrimas; con la adúltera, a la que salvó de un linchamiento. Y en todos los casos ¿dónde está su veredicto? ¿dónde su condena? ¿dónde su desprecio? ¿a quién de ellos declaró culpable? Estos ejemplos serían suficientes para enseñarnos qué conviene hacer o decir para anunciar el Evangelio al mundo de hoy. Si queremos podemos añadir la compasión de Jesús que sufre con los que sufren y llora con los que lloran. Y todavía más: el perdón a sus verdugos y la paciencia con sus discípulos. A imagen de nuestro Maestro hemos de hacer todo lo posible para no juzgar, para no condenar, para no despreciar. Aún más, para no infiltrar el sentimiento de culpabilidad en el corazón de quien espera nuestra misericordia. Rechacemos categóricamente toda actitud moralizante que solo provoca sentimientos de rechazo y que excluye toda tentativa de comprensión y de amor.

¿Qué hacer, pues, para ser veraderos testigos del Evangelio de Cristo? Ante todo ser humildes y no constituirnos en censores. Creo que los responsables pastorales: sacerdotes, monjes, obispos, laicos, monjas...etc, deberíamos tener encuentros periódicos para tratar las complejas situaciones del hombre de hoy. No para leer los cánones o las declaracioes "ex cathedra", sino para buscar una respuesta evangélica a los diferentes problemas que afectan a nuestros hermanos, para aprender a ser ni laxistas ni jueces que condenan, sino buscando cómo amar de verdad. Esta es la primera y principal ascesis del buen pastor.

Cristo no vino para los que se creen fuertes, sino para los que nos sentimos débiles. "El pobre grita y Dios escucha" dice el salmista. Hemos de tener fe en ese grito, sin olvidar que también se dirige a nosotros.

En su obra "La ofrenda litúrgica", un monje de la Iglesia de Oriente se dirige a los sacerdotes y hoy les hago llegar esta cita a los que se preparan para serlo en esta santa casa: "El sacerdote se debe, en primer lugar, a los que sufren. Si se pudiera resumir en una sola frase todo el mensaje que Cristo quiso dar a los hombres, podría ser la siguiente; "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados que yo os aliviaré". Pues bien, de entre los que sufren están en primer lugar los pecadores. Su mal exige del sacerdote una humildad que no les condene a ellos, sino al pecado. El amor del sacerdote se ha de manifdestar en actos que, aunque en apariencia sean costosos o infructuosos, saquen al pecador de su pecado y con ayuda de la gracia lo lleven al gozo de Dios. Por que lo que caracteriza al Evangelio es la alegría y sin la proclamación de ese gozo el cristianismo es incomprensible. "Os traigo una grata noticia que será motivo de alagría para todos vosotros" Así comienza el Evangelio, y así  también termina: "Y habiéndolo adorado se volvieron a Jerusalén llenos de gozo".

La victoria ya está presente en lo más profundo de la Iglesia y reconocemos el poder del Evangelio en cada acto de justicia, en cada destello de belleza, en cada palabra de verdad que vencen al mal. Más allá de nuestras débiles fuerzas está a nuestro lado el Espíritu Santo que "viene en ayuda de nuestra debilidad" y que con su fuerza tansformará todo en aquello que el Evangelio llama Reino de Dios: perla, grano de mostaza, levadura, agua, fuego, pan, vida y cámara nupcial y mística. Amén.

P. Archimandrita Demetrio
21/01/2016
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos


Fotografía: Seminario Conciliar de Madrid