Intervención en el II Encuentro Islamo-Cristiano de la Fundación Alulbeyt España, celebrado en Madrid el 10 de diciembre de 2015 con el tema "La Ecología en el Cristianismo y el Islam".
Hoy día muchos filósofos y personas en general piensan que la noción de creación es un mito, y se preguntan: ¿cómo se puede creer que el mundo pueda venir de la nada a partir de un comienzo absoluto? Este concepto desafía la razón, y es difícil de imaginar un comienzo radical del universo.
Ni el hombre ni el mundo han exisitido siempre. Pero, además, éstos no han salido de mundos pre-existentes. En la Divina Liturgia de san Juan Crisósotomo, el celebrante se dirige al Dios del cielo diciéndole en nombre de toda la asamblea: "Te damos gracias, Rey invisible, a ti que has creado todo por tu poder inconmensurable y que por la abundancia de tu misericordia has traído todo de la nada al ser". Hay aquí una paradoja: ¿puede ejercer Dios su misericordia sobre seres que no existen? Lo que san Juan Crisóstomo quiere expresar no es tanto una actitud de compasión ante un ser que sufre, sino un exceso de amor por el cual Dios ha creado todo libremente, deseoso de ofrecer a otros seres el poder participar de la plenitud de la vida divina. Por otra parte, san Isaac de Nínive señala que tanto la creación del mundo como la venida de Cristo a la tierra, tienen el mismo objetivo: "revelar al mundo el amor sin límites de Dios ".
La Biblia comienza por una revelación del Dios creador: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra..." y para subrayar el acto creador se emplea el verbo hebreo "barah" que está reservado sólo a Dios. Esta originalidad del verbo "barah" se refuerza por la Revelación, inconcebible para la razón humana, según la cual, Dios crea todo lo que existe a partir de la nada original. ¿Nos quiere dar la Biblia una lección de geología, una lección de antropología? No, sino que se trata de una llamada a tener fe en un Dios creador absoluto de todo.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de la "nada"? La nada no tiene una realidad ontológica. No es algo que esté vacío, sino nada, ni siquiera el vacío. No se trata de una noción filosófica, sino de un "concepto límite". En ciertas filosofías o gnosis hay una tendencia a dar a la "nada" una consistencia e incluso asimilarla a la esencia divina, pero esto escontrario a la Revelación.
La enseñanza bíblica sobre la acción creadora de Dios y el mundo creado es única en su género. En las religiones mesopotámicas contemporáneas a la Biblia, los dioses formaron el mundo y lo modelaron a partir de elementos ya existentes. En Platón, se encuentra la noción de un Demiurgo que, contemplando las ideas divinas, da forma a una materia eternamente preexistente. En el hinduísmo no hay rastro de una "nada" primordial; el mundo participa de un ciclo eterno de generación y autodestrución represenado por la danza de Shiva. Sin embargo en la Biblia, Dios crea, es decir, lleva al mundo a la existencia por un acto de su libre voluntad. No está sometido a ninguna necesidad, ni siquiera interna; Dios es, pues, transcendente al mundo.
El hecho de que Dios sea radicalmente inaccesible en su esencia proviene del dogma de la creación "ex nihilo": todo lo que existe fuera de Dios existe por su voluntad y no por emanación de sí mismo. Pretender por parte del hombre participar de la naturaleza divina sería igual a negar su condición de criatura. Dios no tiene necesidad del mundo para que resplandezca su gloria. Sin embargo, por su amor y benevolencia, desea que su gloria sea recibida y compartida por otro además de él y crea ese otro de la nada, de manera soberana y gratuíta, retirándose a continuación humildemente.
En cuanto al mundo, es bueno, como dice la Biblia, pero no es divino. La Revelación impone una dualidad de naturaleza: por un lado está el Increado y por el otro lo creado. Pero Dios no solo creó todo, sino que continúa manteniendo a las criaturas en su ser. La creación de Dios no es un hecho que empezó y acabó, sino que es un acto continuo: seguimos estando en el día uno de la creación.
Los Padres de la Iglesia han señalado el cometido conjunto de las personas divinas en la presencia activa del Dios trinitario en el mundo: el Padre es el origen benévolo de la voluntad creadora y del plan de salvación; el Hijo, en tanto que Logos, estructura el mundo y le da su sentido e inteligibilidad; lleva con él los "logoi", es decir, las razones de las criaturas, porque él es el Alfa y el Omega (según san Justino el Filósofo y san Máximo el Confesor); el Espíritu Santo, como Señor que da la vida, lleva todas la cosas a su perfección en la belleza, es decir, las dirige a su destino eterno.
Es imposible hablar de la creación sin hablar del hombre, porque el mundo, en tanto que creación, está inexorablemente vinculado al hombre. Creado en el sexto día como culminación de la obra creadora, el hombre fue puesto aparte, recibiendo la vida por un soplo divino. Esta condición eminente del hombree, creado a imagen y semejanza de Dios, conlleva, a su vez, una vocación dinámica que debe cumplir. El hombre goza del privilegio de la libertad y unifica en sí lo material y lo espiritual. Su vocación es cultivar, embellecer, conducir y elevar la creación a su creador para salvarla de la aniquilación y para que participe del gozo de Dios. Debo recordar que el centro de la Divina Liturgia ortodoxa no es tanto la consagración del pan y del vino, sino la "anáfora" (en griego, ofrecer a lo alto), es decir, la elevación al Creador de estos dones, y que el Canon comienxza por una acción de gracias por toda la creación. Lo dramático ha sido que, en lugar de mantenerse en su estatus de rey de la creación, el hombre se ha constituido en dominador, sin realizar lo que se esperaba de su realeza sacerdotal y profética.
El destino del hombre es, pues, unificar la creción y llevarla a Dios. Este destino se torció por la caída de Adán y Eva seducidos por la idea de una pseudo-divinización en su autonomía. Las consecuencias para el cosmos de esa caía del hombre fueron descritas por un gran teólogo bizantino del siglo IX: "Cuando la creación vio que Adán había sido expulsado del paraíso, se negó a seguirle sometida. Ni el sol, ni la luna y las estrellas querían dejarse ver por él; de las fuentes se negaba a brotar el agua y los ríos se negaban a continuar su curso; el aire no quería vibrar para que no respirase aquél Adán sublevado. Las fieras y todos los animales, cuando le vieron despojado de su gloria primera, lo despreciaron y se dispusieron a atacarle. Pero Dios, que había creado todas las cosas, ordenó que toda la creación quedara bajo la dependencia del hombre, pues, aunque se había vuelto corruptible, debía servir al hombre ya que para eso había sido creada. Y así debía quedar hasta que, renovado el hombre y vuelto a su estado original, la creación fuera renovada con él y vuelta al estado en que había salido de las manos de Dios" (san Simeón el Nuevo Teólogo. "Tratados Teológicos y Eticos").
Esta visión del mundo que es, a la vez, patrimonio espiritual y programa de vida, se encuentra en total contradicción con un mundo analítico, abstracto y utilitarista, que nos ha llevado a la catástrofe que vivimos actualmente. Uno de los grandes pensadores rusos del s. XX, Sergei Averintsev, decía a propósito de la modernidad: "¿De dónde procede esta tendencia? Lo más sencillo sería decir: del hedonismo, del consumismo. Pero este fenómeno tiene sus reíces en una especie de aislamiento metafísico que quiere separar al Creador de su creación, a la creación de su Creador y a nosostros del Creador y del cosmos". Efectivamente, al examinar la historia de la civilización occidental se podría aceptar que la crisis ecológica parece el resultado de dos factores teológicos concurrentes: a) la expulsión de Dios y b) el alejamiento del hombre respecto al mundo.
a) En cierta manera Dios ha sido expulsado del universo en nombre de la creación "ex nihilo", olvidando su gracia santificante que es el fundamento del universo entero.
b) El hombre se ha alejado tanto del mundo que ya no lo considera como una prolongación de su ser. La naturaleza, no teniendo ni libertad ni personalidad propia, ha sido considerada como situada al margen de la historia de la salvación que queda reservada sólo al hombre. Así, privada de dignidad, expuesta a la consideración objetivante y mecanicista del hombre, la naturaleza se ha convertido en los tiempos modernos en una fuente de explotación sistemática, cuya última manifestación es el capitalismo neo-liberal obsesionado por el crecimiento económico y cuya fórmula visionaria de "desarrollo sostenible", puesta de moda con su envoltura ecólógica ya no engaña a nadie.
Por supuesto que no se trata de rechazar el progreso científico, del que somos los primeros beneficiarios, sino, como dice el obispo sirio-ortodoxo Mar Grigorios: "La tecnología es la manera en que se humaniza la naturaleza en el espacio y el tiempo y del que el ser humano tiende a envolver todo el universo. Pero esta humanización, para ser salvífica, debe buscar su perfeccción en la ofrenda del hombre a Dios, de sí mismo y del universo entero".
Nos encontramos en un momento decisivo, en un momento único para el genero humano en su relación con el cosmos. Dice el Patriarca Ecuménico Bartolomé I: "La única esperanza para el futuro de la humanidad se encuentra en la aparición de un nuevo sentido de responsabilidad común y del carácter colectivo del destino de los pueblos, de todas las razas, de todas las religiones y de todas las condiciones económicas. Es cierto que sin esta conciencia las prescripciones éticas corren el riesgo de convertirse en letra muerta. Todos sabemos las diferencias que existen siempre entre el "hay que hacer" normativo y la realidad humana".
La Iglesia Ortodoxa es, por lo genral, reticente a intervenir en el campo de la politica, pero ante la realidad de una degradación ecológica desde hace más de treinta años, el Patriarcado Ecuménico ha reacccionado buscando despertar la conciencia, tanto entre la opinión pública como entre los gobernantes, para buscar respuestas a problemas urgentes que no son sólo de índole política o económica. Naturalmente la intervención de los Patriarcas Ecuménicos sólo puede ser de orden espiritual y moral. En la década de los 80 del siglo pasado, el patriarca Demetrio I ya levantó la voz de alarma ante la degradación de la naturaleza, estableciendo el 1º de septiembre como Dia de la Salvaguarda de la Creación, con Oficio litúrgico poropio. El actual Patriarca Ecuménico, Bartolomé I, ha promovido desde 1995 hasta nuestros dias, cierto número de Coloquios internacionales e interdisciplinares sobre el medio ambiente y en lugares en los que la naturaleza se veía amenazada (mar Egeo, Negro, rio Danubio, mar Adriático, Báltico, Amazonas, Groenlandia, Missisipi..). En palabras del Patriarca: "Todos nos vemos implicados en esta crisis, ningún grupo ni campo de actividad son los únicos responsables, de igual manera ninguna institución o poder pueden resolver la crisis por sí solos. Todos sin excepción, independientemente de sus convicciones confesionales o religiosas, deben aportar su esfuerzo. Todas las ciencias y todas las disciplinas, todas las culturas y todas las generaciones deben aportar su contribucoión. Hay que reconocer con humildad que la Iglesia no ha estado siempre a la vanguardia de la justicia ecológica. Ha transcurrido mucho tiempo hasta reconocer que el cielo y la tierra son inseparables, que la inmortalidad del alma no está disociada de la sacralidad de la materia".
En realidad, la crisis a la que nos enfrentamos concierne más que al entorno en sí, a la manera como consideramos e imaginamos el mundo. Tratamos a nuestro planeta de una manera inhumana e impía, porque nos negamos a considerarlo como un don que hemos recibido en heredad. Si no cambiamos nuestra visión sólo trataremos los síntomas y no las causas. Antes de tomar medidas estamos invitados a ver las maravillas de Dios en la belleza de la creación. En su discurso en Estocolmo, Soljenitsyne recordaba que el árbol del ser se divide en tres ramas: la de la verdad, la del bien y la de la belleza, y recordaba que en nuestras épocas las ramas de la verdad y del bien se había tronchado, quedando sólo la de la belleza y que a ésta le correspondía aprovechar toda la savia del árbol para hacerlo florecer.
El "pecado original" de nuestra época no es tanto una transgresión legalista, sino nuestro rechazo obstinado a recibir el mundo como un don de reconciliación con el planeta y como un sacramento de comunión con el resto de la humanidad, porque la delicadeza con que tratamos a la naturaleza refleja la manera en que rezamos a Dios y amamos a nuestros semejantes
P. Archimandrita Demetrio (Sáez)